Lo que no resuelve una sentencia

El alud de posicionamientos, interpretaciones y especulaciones sobre la próxima sentencia del Tribunal Constitucional (en respuesta a los siete recursos presentados contra el Estatut de Catalunya) es un reflejo sintomático de que estamos en un momento crucial de la historia política de la España democrática. Si esta efervescencia desbordada se ha producido antes de conocer la sentencia, es previsible pensar que las reacciones, una vez que se conozca el texto definitivo, van a ser un importante elemento de tensión política y supondrán un auténtico test democrático para el conjunto de las instituciones.

Solo los ilusos pueden pensar que la sentencia cerrará el debate político, si cierra en falso el auténtico meollo de la cuestión. Culminará, eso sí, el cauce jurídico, pues no hay más espacio para el pleito más allá del fallo del tribunal. Por consiguiente, para los demócratas, ante la sentencia, solo es posible acatarla, aunque no se comparta, no se entienda o no se justifique. Si esto es exigible para todos los ciudadanos, todavía lo es más para las instituciones o responsables políticos.

El Tribunal lleva más de tres años deliberando. Pero el tiempo transcurrido responde más a la situación en la que se encuentra el propio tribunal, sometido a una profunda división y a enormes dificultades para llegar a consensos básicos, que a la propia complejidad del fallo. Aun así, la sentencia superará, seguramente, el millar de folios. En los últimos meses hemos tenido ocasión de conocer el pretendido contenido de algunos de esos folios, en filtraciones imperdonables e injustificables que perjudican los intereses públicos y dejan al alto tribunal seriamente cuestionado.

Pero la cuestión, el meollo de la cuestión, es –a mi parecer– bastante simple: los protagonistas políticos y democráticos del acuerdo político que hace posible el Estatut de Catalunya creemos absolutamente en su constitucionalidad. De un lado, las principales instituciones políticas catalanas, con el Parlament y la Generalitat de Catalunya a la cabeza; el 90% de las fuerzas políticas catalanas con representación parlamentaria; y el 75% de los ciudadanos que lo votaron afirmativamente. Del otro, la mayoría democrática de las Cortes Generales. Y, en medio, un respetuoso y riguroso cumplimiento de la Constitución, para la reforma estatutaria, tanto procedimental como materialmente, y un pacto político final en forma de ley orgánica, rubricada por el Rey, como es hoy nuestro Estatut.

¿Estamos todos nosotros equivocados? ¿El pacto político entre Catalunya y España, y que subyace en el Estatut, no cabe en la Constitución de todos? Si la sentencia ignora la naturaleza política de este pacto, que se alimenta de una voluntad inalterable de autogobierno del pueblo de Catalunya y de su reconocimiento por parte del conjunto de los pueblos de España, la sentencia no tendrá la última palabra.
Que un pacto político pueda ser después revisado por el tribunal es necesariamente problemático pero el tribunal está legitimado para hacerlo: la ley orgánica del Tribunal Constitucional se lo permite y esas eran y son hoy por hoy las reglas del juego. Pero, al hacerlo, el tribunal no debería abrir una crisis política de incalculables consecuencias que significase no el fin de la transición, como algunos analistas vaticinan, sino el fin del espíritu constitucional de la España democrática.

El Tribunal debe encontrar siempre las interpretaciones constitucionales del texto estatutario, y priorizarlas. Ver siempre los puentes y los puntos de conexión entre el texto y la Constitución. Esa fue la voluntad de los legisladores, la de las instituciones y la de la ciudadanía que lo votó: un Estatut dentro de la Constitución. Que nadie lo saque fuera.
Confío en el tribunal. Debemos confiar en él. Creo que lo que hay en juego es de tal trascendencia que ningún magistrado podrá ignorarlo ni abstraerse de su importancia. Catalunya no va a renunciar a nada de lo que sus ciudadanos han votado. Ha sido siempre así a lo largo de la historia. Este año celebramos el 650° aniversario de la constitución de la Generalitat de Catalunya, en la ciudad de Cervera.
José Montilla, su presidente, es el 128° en ocupar tan alta responsabilidad. Sus inmediatos antecesores fueron Pasqual Maragall, Jordi Pujol, Josep Tarradellas, Josep Irla, Lluís Companys y Francesc Macià. ¿No les dicen nada sus nombres? Solo con pronunciarlos, con su legado histórico evocador y conmovedor, se comprende la dimensión del reto en el que nos encontramos. Catalunya sabe lo que quiere, lo ha expresado y votado. Sabrá lo que deberá hacer después de la sentencia, y no renunciará a nada de lo acordado.

Laia Bonet, secretaria de Desarrollo Estatutario. Comisión Ejecutiva Nacional del PSC.