Lo que nos pasa

No pasa en España nada particularmente grave». Así comenzaba Julián Marías un artículo publicado en este diario el 12 de noviembre de 1986 bajo el título «Anestesia». Con su penetrante y lúcida perspectiva sobre la realidad nacional, Marías mostraba su preocupación por la falta de reacción de los individuos ante ciertas limitaciones de libertades. «Está en curso una operación a gran escala, que podríamos llamar la anestesia de la sociedad española». Le inquietaba que por la «declinación» de unos y la «indiferencia» de otros la vida del país careciera de temple y se desvaneciera de entre las manos de los españoles. Sabedor nuestro pensador de que son los hombres quienes buscan activa y fervorosamente los medios necesarios para realizar y defender su concepto de la vida y sus valores esenciales de la sociedad, abogaba por devolver a los ciudadanos la confianza en sí mismos y la convicción de que «en ellos está el poder último de decisión». Ante el análisis orteguiano de que no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa, hoy sí sabemos lo que nos pasa. No es el hombre para la libertad y la política, sino la libertad y la política para el hombre.

Han transcurrido casi veinte años desde aquel atinado diagnóstico y las cosas permanecen prácticamente igual. Atonía y desazón en atmósfera opaca sin atrevimiento a profundizar en una democracia que se asemeja a un tinglado hábil y audaz carente de resorte interior. Sin vida, sin alma. No peligra el pan de cada día, gracias, especialmente, a la solidaria acción benefactora de Cáritas y otras instituciones similares, pero están en riesgo la mayor parte de las cuestiones por las cuales vive el hombre; también la independencia económica, el incentivo de la esperanza y la confianza en la propia iniciativa, el derecho a elegir un empleo e incluso la libertad. Persiste la invasión de espacios y «se respira un poco peor».

En materia de libertades, nuestra Constitución pretendió zanjar la tan debatida «cuestión religiosa». Con la mirada puesta en modernas y democráticas sociedades respetuosas con las Iglesias y facilitadoras de su labor, pero sin sometimiento a dirección religiosa alguna, parecía que los españoles habíamos aprendido la enseñanza de no volver a poner en juego los viejos antagonismos confesionales. Sin embargo, hoy ni siquiera un observador avezado alcanza a comprender actuaciones despóticas que obstaculizan el ejercicio de la libertad religiosa o de culto en una universidad pública y empeños por convertir catedrales y monumentales plazas de toros en espaciosas mezquitas. Diríase que en la católica España el Dios de los cristianos está de capa caída o pasado de moda.

Para acometer reformas con éxito siempre ha de conservarse algo firme. La prudencia aconseja que para obrar no han de olvidarse el terreno que se pisa ni las circunstancias que rodean. En España la Iglesia católica, unida a la vida de la nación y del Estado por lazos seculares de coexistencia, de actividad religiosa y asistencial y de contribuciones y méritos culturales e históricos, no puede permanecer separada de la sociedad en todo lo que afecta a su destino común. Todo intento de semejante separación dañaría, en efecto, tanto a la propia Iglesia como a la vida pública. El destino de los necios es estar informados de todo y condenados a no comprender nada.

Para un coloso de nuestro pensamiento como es Julián Marías, cristiano y liberal, a la sociedad española le son admisibles toda suerte de actitudes; todas menos la indiferencia o la inhibición que nos desconectan de la realidad de las cosas haciéndola ininteligible y nos arrastran a la estrepitosa quiebra de nuestras responsabilidades cívicas. En su texto de 1986 Marías mantenía la esperanza sobre los españoles, a quienes demandaba que volvieran a ser protagonistas activos en el quehacer cotidiano nacional haciendo oír su voz y haciendo sentir su peso. Reivindicaba «el tono vital» que alcanzamos un día pero que se volvió a comprometer «como si se hubiera dado marcha atrás en la historia».

Ha llegado el momento de recuperar la capacidad de entender y de extraer consecuencias. Ya lo hicimos hace ahora casi cuarenta años. El pueblo español, hallándose en sombra, buscó la luz con esfuerzo y confianza, esclareciendo sus derechos y delimitando correlativamente sus deberes en una comunidad que garantizaba la realización de los fines éticos y materiales de cada uno. Hoy como ayer, con ánimo constructivo y exigente, la sociedad precisa de nuevo de aquel espíritu de concordia y de colaboración por parte de los individuos y de las organizaciones. Un espíritu que, inspirado en el bien común, sea superador de egoísmos y beligerancias, con predominio de las ideas de convivencia y de solidaridad, tan fecundas y constructivas y tan necesarias en una sociedad que sí sabe lo que le pasa.

Raúl Mayoral Benito, director de la Fundación Cultural Ángel Herrera Oria.

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