Lo que nos separa

Francisco-José I de Habsburgo-Lorena, emperador de Austria y rey apostólico de Hungría, solía decir con frecuencia: “Dios nos ayude si alguna vez nos permitimos caer en el estilo de las razas latinas“. Francisco-José era discreto, laborioso y de talante más bien manso; nada que ver con la vanidad desatada y la agresividad hinchada de Guillermo II de Hohenzollern, emperador de Alemania. Sus rasgos personales otorgan a las palabras de Francisco-José un alto valor indicativo de cuál era, entonces, la opinión dominante en los pueblos germánicos respecto a sus vecinos del sur. No muy distinta, por cierto, a la que sustentaba un distinguido filósofo anglosajón. William James -hermano de Henry- respondió así a una crítica de su discípulo Jorge Santayana: “Resulta estimulante ver alzarse a un representante del moribundo mundo latino y administrarnos semejante diatriba a nosotros, los bárbaros, en la hora de nuestro triunfo”. Y Santayana respondió: “Sin duda tiene razón, la latinidad está moribunda, como lo estaba Grecia cuando transmitió al resto del mundo las semillas de su propio racionalismo. Y esta es la razón por la que la necesidad de trasplantar y propagar un pensamiento correcto entre aquellos que esperan ser los futuros amos del mundo resulta muy urgente”.

Aprovecho estas citas para expresar lo que constituye -a mi juicio- el más grave impedimento para que avance el actual proceso de unificación europea bajo la fórmula jurídica de una federación. Porque una federación no es sino una forma concreta de asociación, y hace ya dos mil años que el Derecho Romano dejó sentado que no puede existir ninguna sociedad con vocación de permanencia si no se fundamenta en la affectio societatis, es decir, en la voluntad que tienen los socios de hacer algo juntos estando a las duras y a las maduras (esto es, con unidad de dirección y cierto grado de responsabilidad compartida). Pero esta affectio societatis no existe hoy en Europa, ya que los respectivos intereses nacionales de los estados miembros que pueden imponerlos prevalecen sobre el interés general de la Unión. La política económica seguida en Europa después de la crisis del 2008 es la mejor prueba de ello. Y, además, la priorización de los intereses nacionales no puede constituir hoy una sorpresa, ya que ha sido así desde el origen de la Unión. Por ello Jacques Delors escribió que “crear Europa es una forma de recuperar ese margen de libertad necesario para una cierta idea de Francia”; y por esta misma razón dijo en su día Conrad Adenauer que el Plan Schumann “es nuestra oportunidad”, ya que sólo a través de una entidad “supranacional” podía la nueva República Federal de Alemania aspirar a reincorporarse a la comunidad internacional en términos de igualdad.

No debe extrañarnos. Indro Montanelli lo vio claro desde su óptica italiana: “No sé si Europa se formará jamás verdaderamente. Hay países que han dedicado mil años a convertirse en naciones y llevan en la sangre el orgullo de su identidad y de sus tradiciones. ¿Por qué habrían de regalar todo esto a Europa? Entre los italianos, en cambio, siempre ha habido poca italianidad, y esa poca ha sido propiedad de retóricos y grandilocuentes”. Por ello Europa ha sido vista por los italianos -y no sólo por los italianos- como “la única posibilidad de supervivencia”. Pero no hay tal. Los países, al igual que las personas, son hijos de sus propios actos, y por eso no pueden esperar que sus problemas se resuelvan por su subsunción en una entidad superior. Lo que no obsta para reconocer los grandes méritos que ha contraído la Unión Europea a lo largo de medio siglo de existencia. Ha logrado plenamente su principal objetivo fundacional: la paz entre sus miembros, al tiempo que ayudaba a consolidar la democracia en algunos de ellos, como España; ha contribuido a multiplicar el comercio entre aquellos, gracias a la supresión de las barreras comerciales, y ha aumentado la cohesión social y la calidad de vida en su ámbito -incluida España- con los fondos sociales y estructurales.

Pero, para dar el siguiente paso hacia una Europa federal más democrática, es decir, con más competencias y más legitimidad, no basta con lograr la unión monetaria y sentar las bases de una unión económica. Hace falta algo más. Hace falta que los ciudadanos europeos tengan sentido de pertenencia a una entidad política superior a sus respectivos estados, definida por un proyecto común sugestivo. Un proyecto que exige, para ser operativo, un liderazgo potente que hoy no existe, pues la nación que tendría capacidad para ejercerlo ni siente la vocación ni tiene la voluntad precisas para ello. No es extraño que, al lado del reconocimiento por el trabajo realizado, surja insidiosa la desconfianza ante el futuro. Teniendo en cuenta que incluso los proyectos más brillantes y necesarios pueden fracasar. Y es que, siendo mucho lo que como europeos nos une, también es aún mucho lo que nos separa. No hay affectio societatis.

Juan-José López Burniol

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