Lo que Occidente ha hecho mal en Ucrania

Nadie duda de que el malo de la película es Vladímir Putin y que lo que ha hecho es un acto de guerra sobre un país soberano. Acto de guerra que merece una respuesta a la altura de la ofensa.

Pero quedándonos en el grito infantil de “malo” no vamos a resolver el problema. Porque puede que Putin sea malo (de lo que pueden dar pruebas sus opositores). Pero lo que nadie duda es que no es tonto. Si Putin toma una decisión con tantos riesgos es porque se ha sentido forzado a ello y porque tiene un plan para que le salga bien.

¿Y Occidente? ¿Teníamos un plan por si Putin invadía Ucrania?

Para resolver cualquier conflicto conviene empezar por analizar cómo hemos llegado hasta aquí. Es decir, sus causas.

Esta crisis se parece mucho a otras crisis pasadas. La II Guerra Mundial empezó porque un loco no se conformó con los Sudetes checoslovacos (que recuerdan al Donbás por la presencia de población alemana allí, y rusa aquí). Pero esto no habría sido posible sin que en el Tratado de Versalles se hubiera tratado de humillar a Alemania.

Por cierto, Checoslovaquia también tenía un acuerdo defensivo con Francia que esta incumplió (también lo tenía la URSS, pero esta al menos trató de cumplirlo).

Tras la derrota de la URSS y la desaparición del Pacto de Varsovia, Occidente tenía dos opciones. Ser prudente e ir con pies de plomo. O portarse como un cowboy en el salón y reeditar Versalles. Con un Boris Yeltsin borracho y una Rusia en quiebra, optó por lo segundo pensando que esta nunca se atrevería a plantear problemas.

Pero todo esto no se explica (sólo) porque nuestros dirigentes no estudien Historia, sino por el triunfo de un optimismo irracional fruto del pensamiento positivo reinante.

Lo que nos lleva a la segunda crisis de referencia. La quiebra de Lehman Brothers en 2008 por la especulación financiera de las hipotecas subprime. También aquí había asesores que alertaban de los peligros de una política que defendía la inexistencia de límites (como en la ampliación de la OTAN), pero eran expulsados por agoreros. Triunfaron los analistas que le dijeron a sus jefes los que estos querían escuchar.

En 2014, Federica Mogherini, antecesora de Josep Borrell, se entrevistó con Putin. El presidente ruso le comunicó que Rusia no veía con buenos ojos la extensión de la OTAN hacia el este, pero que podía convivir con ello siempre que no afectara a países como Ucrania o Bielorrusia.

Mogherini transmitió su mensaje a los dirigentes europeos, pero nadie le hizo caso. El pensamiento positivo e ingenuo que preponderaba era unánime: Rusia no podía permitirse una guerra por su reducido PIB, que es similar al de Italia.

Este razonamiento superficial encajaba en una sociedad líquida en la que los análisis responden a prejuicios preconcebidos y no a la realidad de las cosas. El PIB de Rusia había que medirlo en términos de paridad de poder adquisitivo y en armamento. Al disponer de una potente industria nacional, Rusia puede permitirse un gasto en defensa inferior a otros países con mejores resultados económicos.

Hubo gente, por supuesto, que alertó de los peligros de cercar a un león herido. Pero no fueron escuchados.

Lo que se ha producido en una lucha de egos. Por un lado, Putin, herido en su orgullo y preocupado por dejar el legado de una Rusia fuerte y con fronteras seguras. Por el otro, el Reino Unido y los Estados Unidos, que decidieron armar a Ucrania (no está claro, por cierto, quién ha pagado esta operación) y atraerla hacia Occidente.

Pero cuando haces una apuesta de esta naturaleza tienes que estar seguro de que vas a llegar hasta el final para defenderla con todas sus consecuencias. Putin parece estarlo. ¿Y Occidente? Como en los Sudetes, al final se ha dejado abandonada a Ucrania. ¿Para este camino hacían falta alforjas?

No es sólo que la prepotencia de Occidente se haya convertido en impotencia, sino que tampoco somos creíbles en nuestro relato. Se dice que está en juego el derecho internacional y que se ha vulnerado la soberanía de Ucrania.

Pero en sus discursos Putin es muy cuidadoso al elegir los mismos argumentos (ciertos o falsos) que ha utilizado en otras ocasiones Occidente para vulnerar el derecho internacional cuando ha hecho falta.

1. La intervención humanitaria para proteger minorías perseguidas (Yugoslavia, que dio como resultado su división en siete países).

2. La deposición de un tirano que atacaba a su propio pueblo (Irak).

3. La defensa propia y la persecución de criminales huidos (Afganistán).

4. O la seguridad nacional, cambiando a un Gobierno de un país cercano que se había aliado con el enemigo (invasión de la isla de Granada en 1983).

¿Queremos garantizar el derecho internacional en todo caso o depende de quién lo vulnere y con qué razones lo justifique?

Esto no justifica lo que ha hecho Putin, pero lo explica. El mundo no es Occidente y cada vez lo es menos. Un líder no tiene que ser perfecto ni tampoco un gran intelectual. Pero tiene que saber ver la jugada y rodearse de un buen equipo.

Henry Kissinger alertaba de que lo peor para Occidente sería una unión de Rusia con China. Algo muy difícil puesto que eran enemigos irreconciliables. Kissinger no fue escuchado y lo que parecía imposible ha ocurrido. Nuestra mala percepción de la realidad nos ha salido muy cara.

Si queremos un mundo seguro deberíamos comenzar por poner todas las armas nucleares bajo una autoridad común controlada internacionalmente. Mientras unos cuantos tengan armas que pueden destruirnos a todos en defensa de sus intereses propios, nadie estará seguro. ¿Estamos dispuestos a ello?

La crisis de Ucrania es la crisis de un Occidente que no es consciente de su propia decadencia. Un Occidente cada vez más sometido a la incompetencia y la ingenuidad. La realidad se confunde con la ficción y con los buenos deseos. Predomina la gestión líquida y la huida de las responsabilidades. Se ejerce el poder con técnicas aprendidas en una tarde maratoniana de series de Netflix.

Conviene cambiar de analistas, o de dirigentes, por el bien de Occidente. Esperemos que se hayan medido, por lo menos, las consecuencias de las sanciones. Por ejemplo, si se expulsa a Rusia del sistema SWIFT hay que saber que podemos defenderlo de hackers rusos para no quedarnos sin cajeros ni tarjetas de crédito.

Todo lo explicado en los párrafos anteriores se podría aplicar a la propia crisis del PP, donde un secretario general prepotente (Estados Unidos) y un presidente que había delegado su estrategia de defensa en él (la Unión Europea) menospreciaron la fuerza de su adversario mientras lo acorralaban (Rusia).

En este conflicto, como en aquel, ganará probablemente un tercero que pasaba por allí (China/Feijóo). Mientras tanto, Occidente seguirá preguntándose qué hizo mal.

No reconocer errores es el mayor error posible.

Alberto Gil Ibáñez es escritor y ensayista. Su último libro es La guerra cultural. Enemigos internos de España y Occidente.

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