Lo que oculta el género

Manifestantes urgen ante Ministerio de Igualdad la aprobación de la 'ley trans'.Fernando Villar / EFE
Manifestantes urgen ante Ministerio de Igualdad la aprobación de la 'ley trans'.Fernando Villar / EFE

La elaboración por el Ministerio de Igualdad de dos anteproyectos de ley para mejorar la tutela antidiscriminatoria de las personas transexuales y de otros grupos sociales, como las personas lesbianas, gais, bisexuales, transgénero e intersexuales (integrados bajo el acrónimo LGBTI)) ha dado lugar a un complejo debate dentro del Gobierno, que la sociedad no debería de soslayar.

El centro de la polémica es extensión de derechos de las personas transexuales a los menores de edad para modificar en el Registro Civil su sexo, la garantía de acceso desde la pubertad a los tratamientos hormonales y, en particular, la eliminación de requisitos de tipo médico o psicológico para el cambio de sexo en los registros públicos, a los que se daría acceso con la manifestación de sentir una identidad de género diferente al sexo físico o biológico con el que se ha nacido, también en el caso de menores de edad (de entre 16 y 18 años). También se posibilitaría omitir cualquier identidad sexual en el caso de las personas que se denominan binarias, porque no se identifican plenamente con ninguno de los dos sexos.

Junto a los complejos problemas de orden médico, ético y jurídico, particularmente en relación con los menores, la desvinculación material y conceptual entre sexo y género, ha hecho también saltar las alarmas en el pensamiento y la política feminista. Las críticas no son infundadas.

En el prólogo a la reedición en 2013 de Sexo y Filosofía, editado por primera vez en 1991, de la filósofa Amelia Valcárcel, se decía lo siguiente: “Desde hace dos siglos el pensamiento de la igualdad es uno de los nudos esenciales de la conciencia europea (…) Las primeras vindicaciones de la igualdad entre los seres humanos proceden del racionalismo. Fue el racionalismo quien descubrió el sexo como construcción normativa”. Y continúa diciendo algo que cobra especial relevancia en el debate actual: “(…) cuando el fundamento implícito de la igualdad abre ese continente inaugura un camino en el que los pasos atrás siempre son posibles. Cada nueva generación ha debido enfrentarse al tema y contrastarse a través de él (se refiere al sexo) con mayor o menor virulencia”.

El feminismo ha abordado el sexo a lo largo de su historia de diversas formas. Si durante siglos los fundamentos del orden social estaban en la naturaleza y la naturaleza había creado seres sexuados, según nos enseñó Aristóteles, el objetivo del feminismo parecía claro. En los años 70 y de los 80 tuvo que desterrar las ideas del naturalismo y apartarse lo más rápido posible del pensamiento que legitimaba la desigualdad y la discriminación en las diferencias biológicas. El determinismo biológico y sexual era una fuente inagotable de discriminación. Era preciso desenmascararlo. Para ello nos atrevimos a casi todo. No siendo militaristas luchamos para que las mujeres pudieran ser militares. Después de que las mujeres hubieran podido abandonar los trabajos físicos más duros y peligrosos, como los mineros, lo que décadas anteriores había sido una conquista histórica, en los años 80 los reivindicamos. Conseguimos la igualdad formal y avanzamos frente a la discriminación. Para ello resultó muy útil el concepto de género, porque permitía visualizar lo infundado de las diferencias jurídicas asociadas a los roles sociales atribuidos secularmente al sexo femenino y al sexo masculino. El género revelaba las discriminaciones ocultas y también las que aparecían bajo tratamientos formalmente iguales, pero sustancialmente discriminatorios (discriminaciones indirectas) y permitió avalar políticas de igualdad efectivas a través de las “acciones positivas”, en favor del sexo/género femenino, en situación histórica de desventaja. Pero el nuevo término, de origen anglosajón, gender -que comprendía sexo y género- fue adoptado entre nosotros de forma acrítica y finalmente ha acabado por mostrar sus carencias e insuficiencias para seguir avanzando en determinadas políticas que exigen matizaciones a la igualdad.

Del sexo biológico, como determinante de una construcción normativa profundamente injusta y discriminatoria para las mujeres nos alejamos cuando fue necesario. El problema es que no todo es género, porque el sexo y las diferencias sexuales biológicas, siguen existiendo, mientras los roles sociales y los estereotipos cambian. Amparar los derechos fundamentales de las minorías con disociaciones sexuales biológicas, psicológicas y sociales, garantizando su derecho a la dignidad y al pleno desarrollo de su personalidad, procurándoles una más intensa tutela antidiscriminatoria que evite su actual estigmatización social, no necesariamente debe llevarnos a trasladar a la legislación y a las políticas públicas lo que, por el momento y, a falta de nuevas aportaciones de la ciencia médica, desvinculado de su base material, es fundamentalmente una abstracción ideológica, una construcción social en permanente transformación. Si todo es género y el sexo no importa, ¿cómo podremos continuar transformando la realidad y combatiendo las múltiples discriminaciones padecidas por las personas del sexo femenino cuando nosotras las mujeres, suponiendo que pudiéramos hacerlo, no deseamos cambiar el sexo biológico que se nos asignó al nacer?

Lucía Ruano Rodríguez es jurista y feminista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *