Lo que queda de las Navidades

Según todos, comercio incluido, las jornadas navideñas son días de alegría, pero casi todos terminamos enfadados, hartos y no pocos llorando porque salen -tras las bebida y las comilonas impuestas- miles de fantasmas, cuya entidad tu yo no ha resuelto... Naturalmente dejamos de lado a los niños -pero niños pequeños- que al final parecen los verdaderos y casi únicos destinatarios de estas larguísimas fiestas. ¿La Navidad no es una fiesta religiosa? Pues eso era o debió ser, la conmemoración del nacimiento del hijo de Dios. «Y el hijo de Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros». Naturalmente sólo los muy cristianos o extremadamente religiosos han vivido siempre estas fechas como religión. Sólo una minoría, según todos decreciente. Porque la Navidad -se desconoce de verdad la fecha exacta del nacimiento de Cristo- se sobrepuso a la festividad pagana de Sol Invictus y a las muchas festividades orgiásticas con que terminaba el año en la antigua Roma: desde las Saturnales a las Opales. Por tanto, el sustrato pagano de estas fiestas -muy fuerte- no se debe a estos impíos tiempos (como cree Rouco Varela y sus terribles seguidores, en apariencia muy lejos del Papa Francisco) sino a la pura Historia y al sustrato que deja en el inconsciente colectivo. Son fiestas tan cristianas (o aún más, católicas) como paganas. Pero, ¿estamos seguros de que hoy, ahora, sólo son eso? Hace más de diez años, en la discoteca de unos amigos, esperando a abrir en la madrugada de Navidad, el pinchadiscos, un tío muy noblote y muy de barrio, nos dijo: «Dejaos de cuentos, chavales. La Navidad ya no existe. Ahora sólo hay Corte Inglés». Al inicio reímos como ante una ocurrencia feliz, hoy sabemos -agobiados por los continuos mensajes consumistas- que tenía, y ya hace años, toda la razón. Era verdad. Estas fiestas son religiosas sólo para una pequeña minoría piadosa o ultra. Para la mayoría son esencialmente paganas, con unos toques religiosos que ya no sabemos si todos comprenden, pero sobre todo (más allá de religión o francachelas) son fiestas en honor de Moloch -que decía el poeta Allen Ginsberg- esto es, en honor del consumismo puro y duro. El que no consume no está. No sale en la foto.

Claro es que para que todo esto haya llegado al grado de estropicio y deterioro al que ha llegado ya, faltan más razones. Hasta los más forofos terminan hartos, saturados de Navidad, y hasta los más consumistas acaban con el bolsillo vacío o lleno de telarañas, como en los chistes gráficos. La célebre cuesta de enero, ya no será cuesta sino abrupta pendiente cuando no abismo. Y es que las Navidades tradicionales españolas (distintas a las anglosajonas) empezaban el 22 de diciembre, el día de la Lotería, y acababan el 8 de enero, con los niños volviendo al colegio y los juguetes todavía calientes en casa. Como no hemos sabido resistir el empuje del marketing navideño anglosajón -el Vaticano tampoco lo ha hecho, poniendo un abeto lleno de luces en plena Plaza de San Pedro, pobres Miguel Ángel y Bernini- resulta que celebramos, como ellos, como nuestros amigos del norte, los abetos y la nieve, el espíritu de la Navidad y por eso encendemos árboles y bombillitas de colores (afortunadamente a menos, por la crisis) el 2 de diciembre, fecha que antes, por estos lares, no era nada navideña.

Pero nuestros imitados y triunfantes anglosajones culminan su espíritu navideño con la Navidad misma. Es decir, lo que empezó el 2 de diciembre acaba el 25. Veinte días, más o menos. Pero nosotros, aunque derrotados y bien derrotados en la contienda, como no queremos abandonar lo nuestro, ponemos todavía belenes y aún tratamos de esperar a los Reyes Magos el 6 de enero, contra la opinión de los niños (los reyes del evento) que desean los juguetes cuanto antes y es normal. Pongamos que escriben la carta a los Magos de Oriente, pero si luego los regalos se los trae Papá Noel o Santa Claus -lo mismo da- el 25 de diciembre, pues mejor que mejor. Pero menudo cacao tendrán las pobres criaturas -si se pararan a pensarlo- entre Papa Noel, Santa Klaus y los tres Reyes Magos... ¡Menudo quilombo! que dicen los argentinos. El asunto, digámoslo con claridad, es que una fiesta -como nuestra querida e insufrible Navidad- que dura un mes y seis días, todo seguido, no hay creyente, ateo, pagano o consumista que tenga cuerpo (y dinero) para soportarla. De ahí, lógicamente, el hartazgo cruel con que todo el mundo culmina, exhausto, la Navidad.

DE OTRO LADO -y tampoco conviene olvidarlo- la Navidad se presenta de hecho como una fiesta familiar y grupal. No se nos esconde cuantísima hipocresía se luce en esas cenas con suegros mostrando, entre risitas, su opuesto poderío. Pero esa alegría obligada, a toque de corneta (que a muchos les hace llorar) se construye o lo parece, contra los solitarios, contra los pobres, contra todos los que no tengan familia ni champán o sidra para celebrar. Por eso los solitarios odiamos todavía más estas falsas fiestas. Y no digo falsas por afearlas, sin más. Ya vieron ustedes que, en verdad, la mixtura a la que hoy llamamos Navidad sólo se sostiene por el consumo y el comercio, o sea, por los reyes del mambo. Todo lo demás es dudoso: los niños (lo mejor de la fiesta) sólo sabe que celebran la alegría de recibir regalos, quienes los tengan. La religión -católica o pagana- es una película superficial que se añade al adorno o un remoto sentimiento de transgresión y ludismo al precio que fuere. Nos divertimos, con los precios más caros del año, decimos que lo hemos pasado de maravilla y en la madrugada del 1 de enero, casi todos terminan decepcionados o llorando, y muchas ven salir el sol de invierno con el rímel corrido y ayudando al compañero o compañera a echar la pota del exceso... Sí, suele resultar que las fiestas más gozosas del año (dicen, en realidad lo más gozoso es el veraneo) terminan siendo las más tristes, las que más te agarran y te lastiman por dentro. ¿Por qué puede ocurrir esto? Porque las Navidades actuales -ustedes eligen- o están mal realizadas o mal planteadas, sino ambas cosas a la vez. Debiéramos dejar -los Gobiernos o los ayuntamientos- que sólo hubiera un día comunal festivo (o dos) Nochevieja y Año Nuevo. Y sólo un día para los regalos infantiles, a escoger según las creencias de cada cual. Si sólo tuviéramos de despendole el Fin de Año (que siempre fue pagano) cada quien podría montar su Navidad a su gusto y con sus medios. A los religiosos le bastaría su credo, a los paganos el suyo, y a los agnósticos la vida de cada día. Nadie ofendería a nadie y tan contentos. Consumo el necesario y ¿a qué tantos abetos, si por estas latitudes escasean? Tendríamos que deconstruir la actual Navidad,para hacer otra más plural, más verdadera y finalmente más íntima, menos infeliz.

Pero eso sería ir contra el comercio (aunque no tanto, sólo que todo sería menos masificado) o contra las teorías dominantes en el poder conservador de que o bien todos somos creyentes (mentira) o todos vivimos muy felices, mentira aún mayor. La vieja Navidad popular y sencilla, murió. Y la ha sustituido una grande bouffe consumista y sandia, de la que no sabemos cómo salir. Lo cierto es que resulta cada año más raro y más sin sentido oír que, en intimidad, la gente se da ánimos para ayudarse a soportar y llevar lo mejor posible estos espantosos días navideños de alegría cuartelaria, mientras que el mundo oficial (como casi siempre muy lejos del real) estalla en lucecitas, villancicos, trineos -donde no hay nieve- y borracheras y dispendios y comilonas... Se mire por donde se mire algo va mal (o muy mal) y algo debiera cambiar o replantearse. Porque yo no soy un Job que se lamenta en el desierto mientras todos disfrutan, los antinavideños se multiplican abundantemente cada año, pero tienen (tenemos) en contra una rancia estructura de poder que supone que si todo cambia sería como el esqueleto de un dinosaurio en pleno desierto, miedo al vacío. Terrible. Como verán, parece prácticamente imposible salir del surrealismo. Porque estas fiestas ya no son ni religiosas, ni ateas, ni paganas. Son dalinianas, pero masificadas. O sea, peor todavía.

Luis Antonio de Villena es escritor y poeta.

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