Lo que queda de un hombre

 Un guardia custodia el corredor de la muerte de la prisión de San Quentin, en California. Credit Stephen Lam/Reuters
Un guardia custodia el corredor de la muerte de la prisión de San Quentin, en California. Credit Stephen Lam/Reuters

Le dijeron que lo van a matar pronto, le dieron una fecha. Un alto tribunal internacional dice que es ilegal; un país poderoso dice que no le importa. El hombre ya lleva veinticuatro años esperando que lo maten: en una cárcel esperando que lo maten. El hombre, a veces, ya ni sabe quién es. El hombre, ahora, ya sabe cuándo va a morir.

Se llama Víctor Hugo Saldaño, es argentino y cordobés, no ha cumplido 47 años. Se había ido de su país a sus 18, a buscarse la vida, y no encontraba nada. A fines de 1995 andaba dando tumbos alrededor de Dallas y una tarde, tras dos días de borrachera corrida con un amigo mexicano, asaltaron y mataron a un viajante de comercio. Los detuvieron horas más tarde: Saldaño tenía el arma asesina y el botín, un reloj y unos 50 dólares. Días después, cuando empezó a entender, escribió una carta a su familia para decirles que se olvidaran de él porque ya estaba muerto. La agonía ha sido larga pero, le dicen, está por terminar.

—En este país si no tenés plata te destruyen. Si tenés, el primer día te dicen que pongas una fianza: ya está, pagás y te vas a tu casa. Después vas a la corte con los mejores abogados, y encuentran la forma de salvarte. ¿Quién se queda en la cárcel? Los pobres. A los pobres les dan un abogado que no hace una mierda, entonces te mandan para acá. Este sistema es una basura. Es bueno para los ricos, pero a los pobres les dan por la cabeza.

Me había dicho, todavía belicoso, la primera vez que fui a verlo, en el año 2000. Entonces sus abogados habían pedido la nulidad de su condena porque, entre otras lindezas, un experto de la fiscalía había recomendado la pena de muerte sobre la base de que Saldaño era hispano y “está demostrado que los hispanos son más violentos, más peligrosos que la media”. Nada muy diferente de muchos discursos actuales del señor presidente de Estados Unidos, pero entonces quedaba mal decirlo oficialmente y la Corte Suprema estadounidense declaró nulo el juicio. Unos años después lo intentaron de nuevo. Saldaño ya llevaba casi una década en el pasillo de la muerte y estaba desquiciado; su primer día en el banquillo se abrió la bragueta y empezó a masturbarse. Lo esposaron, siguieron con el juicio, lo condenaron otra vez, volvieron a encerrarlo en el pasillo de la muerte.

El 20 de junio pasado había, en Estados Unidos, 2635 condenados a muerte; el 41 por ciento son personas negras, aunque son solo el 13 por ciento de la población estadounidense. Cada condenado pasa una media de dieciséis años esperando que lo maten. Hace treinta años la espera era casi tres veces menor; las distintas apelaciones —y las vacilaciones de los Estados para dar con una forma de ejecución “satisfactoria”— la fueron estirando. Así que, so pretexto de garantismo y respeto por sus derechos, los condenados se pasan años y años en una situación que muchos expertos describen como tortura. Celdas de aislamiento, vigilancia incesante, malos tratos diversos y continuos, la soledad y el miedo. Esa es la verdadera pena: la muerte, al fin y al cabo, es un momento; lo brutal es tener que dedicar una eternidad a esperarla, a pensarla, a temerla. La segunda vez que lo fui a ver, hace cinco años, Saldaño ya llevaba dieciocho en el pasillo de la muerte y estaba gordo, inflado, vacilante. Le pregunté qué hacía con su tiempo y me dijo que dormía:

—Duermo.

—No puede ser que duermas todo el tiempo.

—Sí, porque tomo pastillas. Acá me dan pastillas y yo duermo. Duermo todo el día y después me despierto a la noche. Me gusta más, pasa el tiempo más rápido.

Me dijo, y que bailaba y ya no se masturbaba porque un buen cristiano no hace esas cosas y leía el Manifiesto comunista; después se puso a hablar de su cómplice, el mexicano Jorge Chávez, y cómo lo había traicionado, que él tenía la culpa. Chávez negoció con la justicia texana: evitó la pena de muerte a cambio de declarar contra su amigo.

—¿Y sabés qué ha sido de él?

Saldaño se calló. Por momentos se olvidaba de lo que decía; se pasaba la mano por el pelo, buscaba, pestañeaba.

—Se murió. Él se murió, se cortó las venas y se murió y así pudo salir para afuera. Y después las autoridades hicieron una copia de él, ¿viste?, porque no querían que se supiera que se había ido, para no quedar mal, y la pusieron ahí en su lugar, en esa misma cárcel. Y está ahí, ahora, en esa cárcel, pero ya no es él, es una copia.

Me dijo, y que cuando su madre o su hermana, una vez cada dos o tres años, conseguían ir a verlo, no las dejaban acercarse: lo mantenían del otro lado de ese vidrio blindado y así llevaba veinticuatro años sin tocar a un ser querido.

—Yo querría abrazarlas pero no me dejan. Todo acá es una mierda, ¿viste?

Y que por eso, entre otras cosas, varias veces había intentado matarse con una hoja de afeitar, con una sábana:

—Lo intenté varias veces pero no tuve huevos, no pude aguantar tanto dolor así. No tuve valor para eso, ¿no?

Dijo, y me mostró los cortes en los brazos y se quedó pensando. Después dijo que qué raro:

—Qué raro. Se me hizo fácil matar a alguien, pero se me hace tan difícil matarme a mí.

—¿Es fácil matar a alguien?

—Es tremendamente fácil. Tenés un cuete en la mano, hacés así y ya está.

China es el país del mundo que más mata; la siguen, en orden de eficacia, modelos de civismo como Irán, Arabia Saudita, Vietnam, Irak, Egipto y Estados Unidos. Irán e Irak suelen ahorcarlos; China, una bala en la cabeza; Arabia, la decapitación; Estados Unidos, la inyección o la electricidad. Junto con Bielorrusia, son los únicos occidentales que lo hacen; el resto de los países europeos y americanos ya lo dejaron hace tiempo. En muchos de ellos las encuestas siguen mostrando que buena parte de la población está a favor. La pena de muerte es un límite de la democracia: en este tema, en nombre de ciertos principios, preferimos desoír la voluntad mayoritaria; si se aplicara, la pena capital volvería a tantos sitios.

Mientras, los que la aplican deben guardar ciertas maneras. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió, ya en 2016, su resolución 76/16, donde declara la nulidad de las dos condenas a muerte impuestas a Saldaño porque todo el caso estuvo teñido de racismo. La resolución fue el resultado de años de esfuerzos de Juan Carlos Vega, abogado argentino.

—En 2016 aparece este informe de fondo de la CIDH, donde en cincuenta páginas llenas de rigor jurídico y valentía política dice que, al ser nulas las condenas, el estado de Texas no probó la culpabilidad del acusado y no puede ejecutarlo. Y que el corredor de la muerte es un “sitio técnico de tortura” y que Saldaño debe ser liberado.

Me dice ahora Vega, exdiputado, sociólogo, cristiano, cordobés. Y que esa resolución tiene carácter vinculante para Estados Unidos porque está fundada en la Declaración Americana sobre Derechos Humanos que integra la Carta de la OEA de 1948, que ese país suscribió.

—Pero por supuesto que a Donald Trump no le gusta cumplir ninguna sentencia y menos esta, que ordena liberar y reparar a las víctimas y afecta a un estado tan republicano y tan amable con él como es Texas. Ya han pasado dos años y seis meses y ni piensan hacerlo.

El papa Bergoglio también mandó dos declaraciones formales donde pide clemencia, pero tampoco le contestan, y la muerte se acerca.

Semanas atrás el servicio penitenciario del estado de Texas comunicó —“informalmente”— a Víctor Hugo Saldaño que tiene previsto ejecutarlo por inyección letal el próximo noviembre. Días atrás el abogado Vega acompañó a la madre del reo, Lidia Guerrero, a una audiencia con el canciller argentino, Jorge Faurie, para pedirle que interviniera. Salieron disconformes.

—No nos dio ninguna respuesta clara. La república Argentina tiene que entender que este es un ciudadano argentino al que el más alto tribunal de América consideró inocente y que va a ser asesinado por Estados Unidos. Todo dependerá de si el canciller Faurie y el gobierno argentino siguen haciendo cálculos sobre si les conviene o no enfrentarse con el presidente Trump.

Dice al abogado. Y que si no lo hacen estarán cometiendo no solo una injusticia sino también “un grave error político: Estados Unidos respeta a países que cumplen sus compromisos jurídicos, y no respetan políticas de sumisión. La Argentina está frente a una oportunidad histórica para recuperar prestigio perdido en materia de derechos humanos”. Mientras tanto, en su celda de aislamiento, Saldaño espera y sabe lo que espera. La última vez que lo vi me contó cómo sería:

—Yo estoy ahí en la cámara de la muerte, me tienen atado a la camilla… No sé, después no sé más. Yo pienso que la ejecución debería haber pasado ya hace mucho tiempo, viste, para estar en paz, para estar junto con mi familia. Mi mamá ya está viejita, yo querría estar al lado de ella sus últimos años…

—Pero si te ejecutan no vas a poder estar al lado de ella.

—Bueno, yo creo que si me ejecutan después voy a salir, voy a nacer de nuevo en la ciudad de Córdoba, ¿no? Yo creo mucho en el hinduismo, ¿viste? Yo me reencarnaría en un baby, nazco de nuevo como un chico en la ciudad de Córdoba, con una nueva madre, pero mi madre anterior va a saber dónde vivo, todo, y la voy a poder ver, ella va a estar contenta.

—¿Y vos?

—Y yo también, claro, qué te creés.

Me dijo, ya un poco harto de tener que explicarme casi todo.

Martín Caparrós es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es colaborador regular de The New York Times en Español.

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