Lo que queda

Christa Wolf pertenecía a una generación de la que yo también me considero parte. Nos marcaron la época del nacionalsocialismo y el tardío, demasiado tardío, descubrimiento de todos los crímenes cometidos por los alemanes en el transcurso de solo 12 años. Desde entonces, escribir exige leer en las huellas. Eso es lo que hace uno de sus libros que lleva el título de Muestra de infancia, porque, tras la dictadura parda, fueron unos baños de impresión ideológicos los que determinaron las doctrinas estalinistas de su juventud. Caminos erróneos tomados confiadamente, dudas y resistencia, más aún, la conciencia de su propia participación en un sistema que nivelaba la utopía socialista, son características de su rango literario, demostrado durante cinco decenios: desde El cielo partido hasta su último viaje, que nos lleva a La ciudad de los ángeles, libro tras libro.

Elijo uno: Lo que queda (Was bleibt) es el título de un relato publicado en junio de 1990 por las editoriales Aufbau y Luchterhand. Antes aún de que llegara a los lectores del Este y del Oeste -y haciendo caso omiso de la fecha fijada para su difusión-, algunos de aquellos periodistas de la Alemania Occidental que, siendo vencedores de la historia, creían llegada la hora del ajuste de cuentas, arremetieron contra ella. Ella, Christa Wolf, anteriormente celebrada y unánimemente elogiada por su actitud recalcitrante; ella, premiada con el Premio Büchner en 1980; ella, dos años más tarde rodeada de estudiantes en su clase magistral sobre poesía en Fráncfort; ella, cuya voz se escuchaba lo mismo en una Alemania que en la otra, ahora -apenas caído el Muro que separaba los campos enemigos- se vio masacrada por un torrente de palabras inacabables. Era como si se quisiera oficiar una ejecución pública. Un día tras otro, el uno y el 2 de junio, el semanario Die Zeit y el periódico Frankfurter Allgemeine comenzaron. Ulrich Greiner y Frank Schirrmacher dieron el tono, recogido y aumentado hasta aullidos de lobo por una jauría de periodistas. Las escasas voces disidentes no pudieron nada contra ello.

¿Cuál era el motivo de tanta bajeza y sed de exterminio? Un texto escrito en el verano de 1979 que tenía por tema dudas y autodudas, y el espionaje y la evidente vigilancia del matrimonio Wolf por el Servicio de Seguridad del Estado de la RDA. Desde puerto seguro y con la embriaguez de ese valor sin riesgo que, al parecer, prolifera especialmente en las macetas de las redacciones, se reprochó a la autora que hubiera sido demasiado cobarde para publicar su relato inmediatamente después de haberlo escrito. Eso "habría tenido sin duda por consecuencia -según Ulrich Greiner- el fin de la escritora oficial Christa Wolf y probablemente su emigración". Generosamente informaba desde su protegido rincón: "Le habría sido fácil encontrar acogida en el Oeste". Y Frank Schirrmacher acusaba incluso a la autora en plural: "Cualquiera se da cuenta: son frases de 1989, no de 1979". No se tomaba en consideración que tampoco el relato escrito a continuación, Pieza de verano, no se publicó hasta un decenio después de haber sido escrito.

Qué exceso de hipócrita indignación de unos periodistas que no estaban sometidos a ninguna censura estatal y, sin embargo, servían de forma ansiosa y oportunista al espíritu de la época.

Dirigida por periódicos poderosos, la campaña de prensa de 1990 continuó. Revivió una y otra vez y hasta encontró su eco en algunas necrológicas de Christa Wolf. Fue especialmente el concepto de "estética de convicciones", acuñado para su obra literaria y la de muchos autores de la posguerra, el que ha inspirado hasta hoy a los pusilánimes que quieren encerrar a la literatura y sus autores en un inmueble llamado torre de marfil. Poco después se popularizó el derivado personal "pánfilo". Se aplicó póstumamente a Heinrich Böll como expresión del cinismo habitual. Sin duda es inútil esperar que los portavoces de la campaña de entonces se disculpen, al menos ahora y por escrito, tras la muerte de Christa Wolf, aunque solo sea para reconocer el efecto hiriente de su infamia. Evidentemente, les falta ese valor para dudar de sí mismo que Christa Wolf, afirmo yo, demostró con creces toda su vida.

¡1990! ¿Por qué persisto en el fango del año de publicación del relato Lo que queda? Porque fue entonces cuando comenzó nuestra amistad. Nos veíamos frecuentemente, nos escribíamos cartas. Por mucho que Christa se esforzara por mantener su entereza, se podía ver cuánto padecía por esas últimas heridas. Lo que se le había infligido por el Estado en su propio país, al que a pesar de todo quería, continuaba ahora de una forma análoga, por decirlo así en la Alemania reunificada y tras el escudo de la "libertad de opinión": calumnias, citas deformadas, el asesinato moral intentado una y otra vez. Eso también quedará, como vergüenza. Así de patéticas eran las cosas en el año de la unidad.

Nos queda, sobre todo, la multitud de sus libros. Fue ella quien, en una época en la que Este y Oeste se enfrentaban armados hasta los dientes e ideológicamente anquilosados, escribió libros que traspasaban fronteras, que superaban fronteras y que perduran. Las grandes novelas alegóricas, el vivo informe sobre la enfermedad y el dolor. Y fue ella, Christa Wolf, quien, tras el accidente nuclear de Chernóbil escribió el libro Accidente en el que presintió la reincidencia de Fukushima, viéndonos a todos en la vorágine de una pendiente catastrófica a cuyo final también nuestra pregunta, basada en la esperanza, "¿qué es lo que queda?", no permitirá ya subjuntivos y carecerá de sentido.

Por Günter Grass, escritor. Traducción de Miguel Sáenz.

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