Lo que se esconde tras el velo

Tras lo sucedido el 1 de octubre en Cataluña, con la celebración de un pseudo-referéndum ilegal e inconstitucional y carente de toda garantía y credibilidad, que se vio aún más ensombrecido por una intervención policial que dejó algunas imágenes tan lamentables como puntuales; tras la manifestación del pasado domingo en Barcelona, en la que cientos de miles de ciudadanos hasta entonces silentes alzaron la voz para dejar constancia de que en Cataluña hay más voces que la que, ensordecedora, pretende mostrarse única; y tras la patética pseudo-declaración de independencia (dejada en suspenso) de ayer martes por parte del president Puigdemont en sede parlamentaria, corremos el riesgo cierto de quedar deslumbrados y perder de vista lo que se esconde tras el velo.

En relación con el 1 de octubre, si bien es verdad que no se puede justificar, en absoluto, la desproporción con que determinados miembros de las fuerzas de seguridad del Estado actuaron en ciertos momentos y lugares, tampoco se puede desconocer que las mismas fueron actuaciones singulares, no indiscriminadas y generales, y que se produjeron, como consecuencia del abandono de sus obligaciones por parte de los Mossos d´Escuadra, en un contexto de especial dificultad y tensión, el motivado por un desafío contumaz a la legalidad vigente por parte del Govern de la Generalitat, que, dando muestras de su gravísima falta de responsabilidad, exhortó a los ciudadanos residentes en Cataluña a participar de una “aventura” a todas luces contraria al Derecho interno e internacional, mediante el uso de mentiras, que, con el aparato propagandístico a pleno rendimiento, a ojos de muchas personas de buena voluntad pudieron acabar pareciendo verdades, o quimeras realizables.

Sea como fuere, lo cierto es que nos encontramos ante una situación de extrema complejidad y gravedad, y por eso creo que, ahora sí, es muy apropiado preguntarse qué ha ocurrido para que en un Estado, el español, cuyas credenciales democráticas en los últimos cuarenta años están fuera de toda duda (tal y como acreditan todos los organismos internacionales que miden el carácter democrático de los Estados) y cuyo nivel de descentralización política es uno de los mayores del mundo (según reconocen los máximos expertos en federalismo), qué es lo que ha ocurrido –digo- para que el gobierno de uno de los territorios más prósperos de ese Estado, el Govern de Cataluña, haya buscado abiertamente un enfrentamiento político con el Gobierno de España, provocando al tiempo una gravísima fractura social.

Pues bien, aun a riesgo de simplificar las razones, que son muchas y que apuntan en diversas direcciones, entre las que la huida hacia adelante en un momento especialmente delicado para el partido del president Puigdemont, acuciado judicialmente por graves casos de corrupción y severa pérdida de expectativas electorales no es la menor, me parece que, sin embargo, las dos esenciales son estas: el (auge del) nacionalismo y el populismo.

El nacionalismo catalán, de manera progresiva, ha ido ocupando la inmensa mayoría de los resortes del poder político y económico y de la vida asociativa en Cataluña, difundiendo un discurso victimista y profundamente reaccionario que parte de una idea muy simple: construir el concepto de (buen) catalán como miembro de un sujeto político colectivo (Cataluña) que tiene un destino marcado por la Historia, cual es la creación de un Estado independiente en el que poder materializar de manera soberana su ser nacional, despreciando en ese camino el esfuerzo muy importante realizado en estos últimos cuarenta años por parte del Estado español por integrar en su seno el pluralismo territorial, como de hecho se había logrado de manera ejemplar con la solución autonómica. En esa busca de la arcadia nacionalista se ha ido generando un “ambiente” opresivo por excluyente, que señala al Estado español como causante único de todos los males, y que deja fuera, condenado muchas veces al silencio, al que no comparte ese credo. Y es que tras el velo nacionalista se encuentra un peligroso proyecto totalitario, supremacista e insolidario.

El populismo, que en nuestro país emerge al calor de la crisis económica y sus dolorosas consecuencias en términos de destrucción de empleo, precariedad laboral e incremento intolerable de las desigualdades, de la corrupción rampante que debilita las instituciones (y que, sobre todo, afecta al principal partido que sostiene al Gobierno del Estado, el PP) y de la crisis interna del actor político que mejor vertebraba social y territorialmente el país, el PSOE, el populismo –digo- aprovecha todos los resquicios que encuentra para profundizar en su misión de acabar con lo que llama “el régimen del 78”, desconociendo, de manera no ingenua, el calificativo principal que caracteriza a ese régimen: “democrático”. Porque, en efecto, el régimen del 78 es el régimen de la más larga y próspera época que ha disfrutado nuestro país en democracia. Ese olvido, intencionado, nos debería hacer sospechar que tras el velo populista se encuentra un proyecto de marcados tintes antidemocráticos, aunque se disfrace con los ropajes de la emoción mediante la apelación directa a la voluntad de pueblo, de "la gente", que, en realidad, repugna el sentido auténtico de lo que la democracia significa.

Esos son, por tanto, los principales enemigos de la democracia española en estos momentos: el nacionalismo totalitario y el populismo antidemocrático. La mejor forma de luchar contra ellos pasa por actuar siempre conforme a las reglas constitucionales y legales que nos hemos dado, condenando los excesos que se hayan podido cometer, y demandando su corrección, pero sin perder nunca de vista el objetivo final: conseguir que nuestro país siga disfrutando de un régimen democrático y de libertades como lo ha venido haciendo hasta ahora en los últimos cuarenta años. Un régimen democrático, como todos perfectible, pero no sustituible por otro que no sabemos a dónde nos puede conducir. Si hace unos días apostábamos, con voluntarioso optimismo, por la búsqueda de un nuevo gran acuerdo político que nos permita disfrutar de una nueva época de prosperidad y cohesión social y territorial, hoy, sin renunciar a ese optimismo de la voluntad, añadimos que tal acuerdo, como es natural, debe de asentarse sobre firmes bases democráticas. Y eso pasa, en primer lugar, por desenmascarar y combatir intelectualmente dos de las peores plagas que pueden asolar a un Estado democrático de Derecho por el evidente riesgo de contagio que comportan: el nacionalismo totalitario y el populismo antidemocrático. Pero como este es un camino de muy largo recorrido, entretanto, de ser preciso, habrá que adoptar aquellas medidas que la propia Constitución prevé para defenderse frente a quienes la atacan, es decir, frente a quienes atacan nuestros derechos y nuestra libertad.

Antonio Arroyo Gil es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid. @AArroyoGil

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