Lo que se espera de una democracia

Un diputado de Bildu en el Congreso dijo lo que ya sabíamos: su objetivo es romper el “régimen del 78”. Lo novedoso ha sido el silencio cómplice del principal partido de la izquierda española, el PSOE. Ni siquiera hubo el episodio teatral necesario para tranquilizar a sus votantes moderados, como indica cualquier manual de comunicación política. Las decisiones que está tomando Sánchez con tal de permanecer en Moncloa ponen en riesgo tanto el orden constitucional como el espíritu de respeto a la norma común que anima cualquier democracia.

España ha dejado de ser lo que Arendt Lijphart llamaba “democracia consocional”; es decir, un sistema en el que los grandes partidos tienden al centro, y en el que la base del consenso político es el respeto a la norma fundamental. Ahora tenemos a un PSOE que desde la época de Rodríguez Zapatero dejó de ser el centro-izquierda, que desprecia el antiguo consenso y que prefiere uno nuevo con quienes siempre han querido “romper el régimen”.

Ese cambio de eje era menos dañino, aún siéndolo, cuando aún existían las mayorías absolutas, que funcionaban como freno al chantaje de las minorías rupturistas. Sin embargo, esa situación desapareció en 2016, justo en el momento en el que el estilo populista se convirtió en el protagonista de la vida política española. Populismo y crisis de sistema van siempre unidos, y su combinación nunca ha proporcionado más democracia ni paz social, sino menos.

A esos dos problemas -el cambio del eje del consenso y la aparición del populismo- se unió un tercero: tenemos una democracia sin líderes, con caudillos. Los dos nuevos partidos -Podemos y Ciudadanos- se constituyeron en torno al caudillismo, la encarnación de un proyecto político en una persona que dicta normas, otorga y quita cargos, y decide en solitario la estrategia. El tercer partido nuevo, Vox, tiene un líder que no es capaz de cuajar ni siquiera entre la mayoría de la derecha.

Al tiempo, Sánchez volvió al PSOE tras ser defenestrado en octubre de 2016, y cambió los estatutos del partido a su antojo, a los dirigentes locales, y el estilo, acogiéndose a un populismo ramplón y a la mentira sistémica. De ahí que su hemeroteca sea criminal. Sánchez imprimió al socialismo el mismo tipo de caudillismo que ya ejercían Iglesias y Rivera en sus partidos. El PP, sin embargo, estaba en retirada, con un Rajoy desprestigiado, y una nueva generación que aún no acababa de eclosionar.

Cuando los dirigentes fallan a la nación porque no buscan el interés general, el sistema democrático hace agua

Sin líderes, como escribió Schumpetter, la democracia es más difícil. O dicho de otra forma: cuando los dirigentes fallan a la nación porque no buscan el interés general sino el personal o partidista, el sistema democrático hace agua. Esa es la situación de la élite política española en el último lustro.

La consecuencia ha sido la desaparición del bipartidismo imperfecto que animaba las instituciones del sistema del 78, y su reemplazo por un parlamentarismo multipartidista ingobernable. En un modelo como el español donde el Ejecutivo y el Legislativo no son poderes que se contrapesan, el mercadeo con los grupúsculos parlamentarios está a la orden del día y marca la política. En esta circunstancia, son las minorías rupturistas, como Bildu o ERC, las que aprovechan la debilidad gubernamental para imponer su interés.

De esta manera, tenemos que un Ejecutivo dependiente de los votos rupturistas se convierte en el Legislador. Es el sueño de los herederos de Rousseau y Babeuf: toda Asamblea es constituyente. Esto genera una enorme inestabilidad institucional, desafección y enfrentamiento social, justo lo contrario de lo que se espera de una democracia, que es un modelo para la paz, no para la guerra.

Este conjunto de desgracias indica que el sistema necesita una reforma que arrincone a los rupturistas y guerracivilistas, a los que viven de crispar y chantajear. No hay que olvidar que lo importante, lo que da sentido a este sistema político, a la democracia, es preservar la libertad del individuo. No obstante, la deriva autoritaria y la atmósfera social aconsejan un cambio si queremos conservar las normas básicas. En Francia es un mecanismo sencillo, pues lo relevante es mantener la República, no la hegemonía de nadie.

No se están difundiendo costumbres públicas democráticas, sino actitudes y discursos totalitarios

Max Weber señalaba hace cien años, en medio de otra crisis del parlamentarismo y la libertad como la actual, que la solución era reforzar el Ejecutivo. La clave era separarlo del Legislativo, que su legitimidad de origen no estuviera en las componendas parlamentarias, en mayorías Frankenstein, sino en el pueblo. Es la legitimidad de origen, no de mercadeo. Se trataba de independizar al Ejecutivo, establecer un vínculo directo con el soberano, quien debía elegirlo en una votación específica. De esta manera, se libraría de chantajes de minorías radicales y rupturistas, que deshacen la tendencia al centro político y tienden al extremismo.

El Legislativo, en consecuencia, tendría su verdadera función: proponer normas y fiscalizar la actuación del Ejecutivo, no chantajear al Gobierno. Es más; los ciudadanos sentirían que la elección de sus diputados sirve para evitar la arbitrariedad del poder, contrapesar al Ejecutivo, sentir que la existencia de cuerpos intermedios sirve para algo más que para colocar a la gente del partido. Si, además, el Judicial es independiente, no como ahora, tendríamos el juego completo.

Entre unos y otros, bajo un sistema inapropiado como el actual, no se están difundiendo costumbres públicas democráticas, sino actitudes y discursos totalitarios. Van menguando la “autodisciplina democrática” de la que hablaba Schumpetter, en referencia al respeto a los demás. Incluso se está banalizando la violencia pasada, con el blanqueo de ETA, y la presente, con manifestaciones que acaban en saqueos.

Esta es la verdadera batalla de ideas, cultural si se prefiere, en la que estamos inmersos: reivindicar lo que de bueno tiene la democracia liberal, la verdadera separación de poderes, la libertad del individuo, el control del Gobierno, el ejercicio libre de los derechos de la persona, el consenso basado en el respeto a la norma y al adversario, y la moderación de las formas. Volvamos a la esencia política de la democracia antes de que sea demasiado tarde.

Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.

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