Lo que se juegan los navarros

Son muchos los que, ya sea por disimulo o por pura ignorancia, no parecen enterarse de algo evidente. Como uno lo señale, enseguida se verá acusado de propagar un miedo gratuito y de una ominosa filiación derechista. Pero eso evidente es que el nacionalismo vasco representa hace tiempo el primer y más grave problema político que tiene Navarra. Tan distinto, tan anterior y tan superior a cualesquiera otros problemas públicos, por cierto, que condiciona el modo de plantear y resolver todos los demás.

¿Por qué? Muy sencillo: porque ese nacionalismo -'y sólo él'- cuestiona lo más previo: qué somos los navarros desde el punto de vista civil. Es decir, si continuamos formando una unidad política dentro de España o más bien debemos formar parte de otra llamada Euskal Herria, cuyo régimen nacionalista lleva décadas propugnando separarse de España. Lo que disputa es la delimitación del 'nosotros' navarro como comunidad civil, el 'demos' o pueblo mismo de la democracia en Navarra (y, de rebote, el de España). Lastrada así su agenda política con semejante peso, nuestros gobiernos locales han sido durante décadas gobiernos bajo amenaza y las cesiones en política lingüística, herramienta básica de la 'construción nacional', darían buena prueba de ello. Del empobrecimiento de la conciencia pública de las gentes, de la desviación y despilfarro de las energías sociales (desde las culturales hasta las sindicales) gracias a este maldito embrollo habría mucho que hablar.

¿Se comprende entonces que el nacionalismo no impulsa una política de izquierda ni de derecha, sino una tarea muy anterior a esa división? Es que todo su empeño se agota en trazar las fronteras de su presunta etnia o nación y en promover su soberanía; para el nacionalista todo lo demás, incluidas las políticas sociales, queda subordinado a ese empeño principal. ¿Se comprenderá también algún día la razón de que, por mucho que se vista la ropa del progreso, siempre será una ideología reaccionaria? Es que regresa a tiempos y concepciones en que las diferencias de los sujetos prevalecían sobre su igualdad política y los derechos colectivos sobre los individuales. ¿Se comprenderá en fin que el nacionalista no es un partido como otro cualquiera? Mientras los restantes partidos admiten nuestra común ciudadanía, los nacionalistas arrancan justamente de su radical cuestionamiento y pretenden ser -y, en este caso, que otros seamos- ciudadanos de su propio y particular Estado.

Pero hay muchos otros rasgos exclusivos de nuestra mayor tribulación. Los demás problemas políticos (vivienda, sanidad o atención a los ancianos) son cosa de 'un más o un menos': se encaran de un modo más progresista o más conservador, con mayor o menor cuidado e inversión pública en acometerlos. En cambio, incorporarnos a otra comunidad política es una cuestión de 'todo o nada'. Aquí no valen posiciones intermedias, por mucho que nos propongan primero tan sólo un órgano común permanente, después la progresiva oficialización del euskera, etcétera. Los nacionalistas no quieren una Navarra 'un poco' o 'un mucho' incorporada a Euskadi, sino incorporada del todo para componer al fin su mítica Euskal Herria. Su supuesta 'lengua propia', por ejemplo, debe ser la del entero territorio foral; no sólo de allí donde se habla, sino de donde nunca se habló o hace siglos que dejó de hablarse.

Tan crucial resulta esa pretensión, y tan inalcanzable a través del voto mayoritario, que durante 30 años los más desalmados de sus partidarios han matado, agredido y amenazado a una parte importante de la población por esa causa. Todavía son numerosos los que desean (o justifican) matar, agredir e intimidar para que Navarra se incorpore a Euskadi y secunde la eventual voluntad de secesión de Euskal Herria. Ya sólo eso le da a este conflicto un carácter dramático del que carecen los demás y que sería tramposo disimular. Eso por no mencionar a unas víctimas que sería indecente olvidar. De ahí también que suscite pasiones encontradas, amén de silencios cómplices y cobardías equidistantes, que los otros conflictos públicos no pueden suscitar. Y es que este desafío nacionalista afecta a nuestras convicciones morales, a nuestros primeros derechos políticos y, cuando hay sangre de por medio, a nuestro temor a morir.

Por si fuera ello poco, en el momento presente no sólo peligra el ser o no ser de Navarra, que tampoco es asunto de poca monta. Lo peor es que los nacionalistas están a punto de grabar su principio antidemocrático en el frontispicio de la política navarra. Según este principio, no somos miembros de una comunidad real de ciudadanos, sino más bien naturales de una etnia o nación imaginaria; y tal nación y sus presuntos derechos, 'por la propia lógica del nacionalismo', están por encima de los individuos y sus derechos. No seríamos ciudadanos en virtud de nuestra conciencia y voluntad libres, sino porque la tierra, la historia o los ancestros así lo han querido. De modo que 'pertenecemos' a una comunidad de sangre, de cultura o de tradición que marca como nuestro destino político el de convertirnos en ciudadanos vascos. Pues en esto consiste el peculiar pluralismo que pregonan: el nacionalista exige que se reconozca 'su' diferencia, pero necesita acabar con las diferencias de los otros; exige el pluralismo hacia fuera, pero lo persigue hacia dentro.

La autonomía política, la paz social, la salud moral de nuestra comunidad..., esto nos jugamos en este desafío. Para hacerle frente, hoy más que nunca el buen gobierno de Navarra requiere la unión de los constitucionalistas, desde Unión del Pueblo Navarro hasta Izquierda Unida. Al lado de esa necesidad común, poco importa lo que se jueguen los partidos, sus recelos mutuos o los cargos a que aspiran. Una coalición frente al nacionalismo, ése sí que será un 'cambio' a mejor y un verdadero 'progreso': los que reclaman a un tiempo las tres cuartas partes de los electores navarros y la justicia política.

Aurelio Arteta, catedrático de Ética y Filosofía Política de la UPV-EHU. Le contesta Pello Salaburu: Un micrófono en la muela del juicio.