Lo que sigue vivo en Colombia

Cuando se hizo público, en noviembre de 2012, que desde hacía algunos meses se estaban desarrollando conversaciones secretas en La Habana entre el Gobierno de Colombia y las FARC, Enrique Santos Calderón, hermano del presidente colombiano y figura clave en aquellos primeros contactos, dijo una frase que por estos días resuena con especial fuerza: “No se puede condenar a los colombianos a otros cien años de soledad y violencia”. Sus palabras connotaban una referencia a Gabriel García Márquez y su obra magnífica. Pero, de seguro, al citar al premio Nobel colombiano jamás Santos Calderón imaginó que cuatro años más tarde sería su hermano gobernante el otro Nobel que tendría Colombia, esta vez el de la Paz.

¿Es válida esta decisión del Comité Noruego del Nobel? La respuesta reclama ver los dos valores esenciales que la determinan: un reconocimiento a los esfuerzos hechos hasta ahora por lograr una paz definitiva para Colombia y un respaldo a las complejas gestiones políticas que el presidente, Juan Manuel Santos, tendrá que impulsar en pro de la meta principal, esa de crear condiciones permanentes para la paz bajo un consenso nacional.

Pero no olvidemos el contexto. Colombia pasó de ser un país de cinco millones de habitantes a comienzos del siglo XX a uno de 40 millones cuando terminó la centuria. Y su crecimiento le ubica hoy entre las naciones de ingreso medio en el mundo y con mucha fuerza emergente. Pero la violencia endémica ha golpeado como una constante al país casi desde sus orígenes. Y por eso, en tiempos de Guerra Fría y guevarismo, se formaron las FARC y otras agrupaciones que con las armas en la mano buscaban el camino rápido para alterar el orden democrático y resolver así los problemas acuciantes de la pobreza y la miseria. Cincuenta años después, con enfrentamientos entre guerrilleros y Ejército, más los paramilitares, queda ese saldo doloroso y dramático con más de 200.000 muertos. Víctimas de lado y lado se han visto las caras, se han dicho verdades lacerantes, han llorado juntos ansiosos de rescatar así su dignidad castigada.

Tras cuatro años de deliberaciones complejas se llegó al acuerdo y se firmó. Todo podría haber culminado allí en una solemne ceremonia. Luego vendrían las leyes específicas y los sistemas de justicia previstos, más la incorporación a la política de los rebeldes de ayer. Pero el presidente Santos asumió la trascendencia histórica que tenía el paso dado y —aunque no estaba obligado a ello— decidió convocar a un referéndum nacional donde la ciudadanía diera su veredicto final.

Y claro que golpeó fuerte el resultado, no se esperaba el no. Pero aquí viene la otra lectura del Comité del Nobel que debemos rescatar: se valoró la existencia de un proceso de paz. Y en ese sentido, todo lo vivido en los últimos días ratifica ese devenir. Lo primero fue esa reacción inmediata del mandatario colombiano: no dejó paso a la incertidumbre, no dejó a su pueblo viviendo en el vacío. En otros términos, develó que la Política —así con mayúsculas— debía saber actuar para no perder el rumbo.

Es cierto que ahora hay muchas preguntas sobre la mesa. Pero los gestos y los símbolos dicen mucho: ahí está el encuentro con el expresidente Álvaro Uribe, duro opositor al acuerdo, que regresó al Palacio Nariño para decir que no estaba en contra del “proceso de paz”, sino de los términos suscritos con las FARC. No es poco para quien en su Gobierno siempre apostó a la confrontación militar para acabar con la guerrilla. Y otro agregado simbólico ha sido su felicitación al presidente Santos al conocerse la noticia de su elección como premio Nobel de la Paz.

A su vez, el mandatario colombiano desdibujó la dimensión personal del premio señalando que éste pertenecía a todo el país. Y fue inteligente en marcar que si aquello producía satisfacción, no podía dejarse atrás el trasfondo trágico que determinaba el origen de esa distinción: “Lo recibo, en especial, en nombre de los millones de víctimas que ha dejado este conflicto que hemos sufrido”.

El proceso de paz en Colombia sigue vivo, aunque en lo inmediato se vea difícil. Y eso, para toda América Latina, es esperanzador. No es la hora de las armas, sino de las palabras y de la grandeza política para construir una nueva épica en ese país. Una épica capaz de pensar en cien años de convivencia creativa y en paz.

Ricardo Lagos fue presidente de Chile.

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