Lo que sobran son payasos

La corrupción ha entrado de lleno en el debate político español. A pesar de que, a través de los años, docenas de casos han ido salpicando a todos y cada uno de los partidos políticos que han ejercido algún tipo de poder, no ha sido hasta la pornográfica explosión del caso Bárcenas y las cuentas ocultas del PP que la clase política ha sido expuesta en el aparador. Y ahora todos corremos a preguntamos: ¿cuáles son las causas de la corrupción? ¿Por qué hay países más corruptos que otros?

Siguiendo al profesor Gary Becker, de Chicago, los economistas clásicos analizan a los chorizos públicos como a seres racionales que sopesan los costes y los beneficios de ser corrupto. En países donde la probabilidad de ser cazado y el tamaño del castigo son pequeños, la corrupción tiende a ser elevada. Bajo esta perspectiva, la solución pasa por imponer mayor vigilancia policial, agilizar los procesos judiciales e imponer mayores penas para los culpables.

Otro grupo de teorías, creo que más interesantes, relacionan la corrupción con aspectos psicológico-culturales: los políticos provenientes de sociedades corruptas tienden a ser corruptos, independientemente de los costes y beneficios individuales de serlo. Entre los economistas que defienden esta posición está mi colega de la Columbia University Ray Fisman.

En un curioso e interesante estudio, Fisman analiza la propensión de los diplomáticos extranjeros acreditados ante las Naciones Unidas a saltarse las normas. Todos los ciudadanos de Nueva York sufrimos la plaga de los diplomáticos: aparcan donde les da la gana, colapsan el tráfico cuando les sale de las narices, paran donde y cuando les apetece y nos perjudican a todos con sus arrogantes ilegalidades. El problema es que, al ser diplomáticos, tienen inmunidad y la policía de Nueva York no les puede poner o cobrar multas. Tenemos, pues, los elementos perfectos de un experimento económico: gente que proviene de todos los países del mundo, cada uno con su cultura, su historia y sus costumbres, pero todos sometidos al mismo coste de cometer ilegalidades: tanto si vienen de Nigeria como de Suecia, el coste de aparcar mal o dejar el coche en medio del tráfico es ¡cero!

La pregunta es: dado que los costes son los mismos para todos, ¿tienen los diplomáticos de distintos países la misma propensión a acumular multas? La respuesta de Fisman es concluyente: ¡no! Los diplomáticos que provienen de países catalogados como “de alta corrupción” en los rankings de Transparencia Internacional, ¡tienden a cometer más infracciones! Es decir, los suecos, los daneses y los holandeses no tienen apenas multas mientras que los chinos, los nigerianos y los rusos acumulan toneladas de sanciones impagadas.

En un segundo estudio, Fisman analiza un episodio curioso del Parlamento Europeo. En el 2004, el parlamentario austriaco Hans Peter Martin provocó un escándalo mediático cuando filmó a compañeros suyos que aparcaban el coche ante las escaleras del Parlamento, entraban, fichaban e, inmediatamente después, volvían a salir y se iban. ¿La razón? ¡Las dietas! Se ve que si un parlamentario ficha, cobra unos 300 euros adicionales. Al parecer, no tiene que trabajar, ni votar, ni demostrar que ha producido algo útil. Simplemente tiene que fichar. Y ya se sabe que cuando se puede fichar y cobrar sin trabajar, siempre aparecen los listillos que se aprovechan del tema. La pregunta es: ¿esos listillos vienen de todos los países de Europa por igual? Para responder a la pregunta, el profesor Fisman y algunos coautores se entretuvieron en cruzar, día a día, los nombres de los parlamentarios que fichaban con los que votaban para identificar a los tramposos. Los resultados se publicaron en un artículo del NBER en el 2012: de nuevo había una correlación estrecha entre el número de parlamentarios tramposos y el índice de corrupción. Dicho de otro modo: entre los transgresores había muchos griegos, italianos y portugueses y pocos suecos y daneses.

Los dos estudios de Fisman indican que la propensión a las prácticas corruptas no depende tanto de los costes y beneficios individuales (en ambos experimentos los costes y los beneficios son los mismos para todos los parlamentarios y diplomáticos) como de la cultura del país de origen. Si eso es así, cambiar las leyes o las penas sin cambiar la cultura va a tener efectos menores sobre la corrupción total en España. La pregunta es: ¿y cómo se cambia la cultura?

Una posible respuesta nos la apunta Antanas Mockus, el famoso alcalde de Bogotá en los años noventa. Con el objetivo de reducir el número de delitos en las calles de su ciudad, Mockus contrató a centenares de mimos y payasos para que ridiculizaran públicamente a los ciudadanos que cometían pequeñas faltas: una especie de ejército de cobradores del frac para infractores. Parece que los colombianos tienen más miedo al ridículo y al escarnio público que a las leyes y a las multas, porque la verdad es que Mockus consiguió reducir no sólo las pequeñas infracciones, sino el crimen y la violencia en Bogotá.

A pesar de que creo que una cultura como la española, donde se ensalza la picaresca y se glorifica a los listillos aprovechados, es una cultura que fomenta la corrupción, la verdad es que tengo mis dudas de que el escarnio y la vergüenza desincentiven a ningún político español. De hecho, inundar de mimos al sector público podría incluso ser contraproducente. Al fin y al cabo, si de una cosa estamos seguros es de que en la política española, además de corruptos, lo que sobran son payasos.

Xavier Sala i Martín, Columbia University, UPF y Fundación Umbele.

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