Loa al transfuguismo

Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, es universalmente reconocido como uno de los personajes más influyentes en el diseño de los actuales sistemas democráticos. En 1748 publicó su obra más emblemática, Del Espíritu de las Leyes, en la que estableció la necesaria separación de los tres poderes del Estado: el ejecutivo, el legislativo, y el judicial.

El principal objetivo de esta separación era salvaguardar la libertad de los individuos, luchando contra la tendencia al abuso de poder por parte de quienes lo ostentan. Montesquieu señalaba que si recayesen los tres poderes del Estado, incluso solo dos de ellos, en un solo individuo, con toda probabilidad, el gobierno degeneraría en una tiranía.

Se ha hablado mucho estos días de la falta de separación de poderes en nuestro país como consecuencia del proceso de designación como fiscal general del Estado de la, hasta hace muy pocos días, ministra de Justicia. La oposición manifestó su más profundo rechazo ante lo que considera uno de los mayores ataques a la separación de poderes de la historia de nuestra democracia, entendiendo que difícilmente puede ser independiente del Gobierno una persona que perteneció al gabinete anterior y cuyo Presidente sigue en el cargo.

Unos días antes comenzaba el Debate de investidura del presidente del Gobierno de España con una agria polémica. Inés Arrimadas había conminado a los parlamentarios del grupo socialista a que votasen en conciencia y dijesen no a la elección de su secretario general como presidente del ejecutivo.

No tardaron en surgir las voces de destacados dirigentes del PSOE denunciando la indignidad de esta propuesta, al considerarla como una apología del transfuguismo, la rebeldía, y la traición, apelando al inquebrantable principio de la disciplina de partido.

Los grupos parlamentarios generalmente han propuesto a su líder político como candidato a la Presidencia, y nunca se ha escuchado una voz cuestionando la falta de separación de poderes entre el ejecutivo y el legislativo. Nos parece una intromisión la designación de un miembro destacado del partido en el gobierno como fiscal general del Estado, y aceptamos que para presidente del ejecutivo propongan, nada menos, que a su secretario general.

El legislativo, como poder del Estado independiente, tiene entre sus principales funciones designar y controlar al ejecutivo. Este deber lo tienen todos los diputados y no sólo los de la oposición.

Los parlamentarios tienen que ser libres e independientes para poder realizar el control al Gobierno. Proponer como presidente del ejecutivo al responsable de poner y quitar de las listas a quien le cuestione no parece una buena idea.

Este problema se ha dado con mucha frecuencia en el mundo empresarial, en grandes corporaciones en las que la propiedad y el control no recaen en la misma persona. Han sido muchos los casos en los que el director general de una compañía se hizo con tal poder, que era el mismo el que designaban a los miembros del consejo de administración y no al revés, como manda el más elemental código de gobernanza.

Y no han sido menos las ocasiones en las que, tras controlar al consejo, este ejecutivo comenzó a asumir riesgos inaceptables que llevaron a la compañía a la quiebra sin que ningún Consejero dijera una sola palabra. En el caso que nos ocupa, ¿puede alguien creerse que los parlamentarios del partido en el Gobierno votarían en conciencia en contra de quien tiene la capacidad de determinar su futuro político?

Nos cuestionamos enormemente la falta de separación de poderes entre el ejecutivo y el judicial, separación, sin duda, altamente imperfecta, mientras a nadie parece importarle demasiado que el legislativo dependa, hasta tal punto del gobierno de turno, que resulte verdaderamente difícil establecer los límites entre uno y otro.

La configuración actual del sistema de partidos políticos, con sus listas cerradas y su disciplina de voto, constituye la mayor amenaza a una separación efectiva de los poderes del Estado.

John F. Kennedy, siendo Senador por Massachusetts, recibió en 1957 el premio Pulitzer por su trabajo Rasgos de valor. En el libro se relatan las biografías de ocho senadores estadounidenses que destacaron por su coraje al enfrentarse a su partido por mantenerse firmes a sus principios. Hoy, en Estado Unidos, su comportamiento se considera ejemplar e inspirador para las nuevas generaciones.

En España, me temo que no serían pocos los políticos que, por una lealtad mal entendida, considerarían su coraje como una traición y su acción como transfuguismo, el hecho más deleznable que un parlamentario pudiera llegar a cometer.

En cualquier caso, siempre existe un rayo de esperanza. Precisamente en la sesión del debate de investidura del pasado día 4 de enero, y para sorpresa del hemiciclo, cuando le llegó el turno de intervención a Coalición Canaria, su diputada, Ana Oramas, apeló a su conciencia y anunció que votaría no, no, y mil veces no al candidato, contrariando las directrices de su partido.

Posteriormente y, sin ningún pudor, el Comité Permanente de dicha coalición hizo pública su decisión de imponerle una sanción de 1.000€ por indisciplina de voto. Había cometido la imperdonable osadía de votar en conciencia.

Joan Franquet es profesor universitario de Economía.

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