«Lobbies» a la luz del sol

Paso a paso, como todas las cosas que van en serio, el Plan de Regeneración Democrática apunta en la dirección correcta. No siempre con buenas intenciones, hay quienes pretenden comprar bálsamo de Fierabrás en la tienda de la esquina y arreglar así, de una vez y para siempre, todos los males de nuestra democracia. Otros preferimos el trabajo riguroso, justo a mitad de camino entre el inmovilismo y las ocurrencias sin sentido. Ya tenemos Ley de Transparencia, Acceso a la Información y Buen Gobierno. Una buena ley (muy buena, diría yo), que nos sitúa por fin en primera fila europea del «gobierno abierto», después de muchos años rezagados. El objetivo es ahora ponerla en práctica con eficacia y buena disposición, porque la transparencia es una «cultura» y no solo una norma jurídica. En la lucha contra la corrupción, cáncer de la democracia, ya están en línea de salida algunos proyectos de ley bien orientados: estatuto de los cargos públicos de la Administración General del Estado, control de la actividad económica y financiera de los partidos políticos y respuesta penal y procesal frente a las prácticas corruptas. Son medidas que mucha gente reclama, aunque ya no gustan tanto cuando las impulsa el Gobierno. La política es así, y no vamos a descubrirla ahora.

En el horizonte, hay nuevos estudios sobre participación de los ciudadanos en los asuntos públicos para superar el desencuentro entre «clase política» y «sociedad civil», causa principal de la desafección hacia las instituciones en nuestras democracias inquietas. Entre las previsiones, merece atención especial la apuesta por regular los «lobbies», los viejos «grupos de presión», que se conocen hoy día en Ciencia Política con el nombre (políticamente correcto) de «organizaciones de interés». Alguna vez he recordado en esta Tercera una inteligente reflexión del juez norteamericano Luis Brandeis, icono del progresismo jurídico: «La luz del sol es el mejor desinfectante». Ese es el objetivo. Hablar de «escaño 351» no pasa de ser una forma llamativa de apelar al Parlamento «abierto». Una fórmula, por cierto, que no tiene nada que ver con espectáculos a veces grotescos en el hemiciclo parlamentario, unas veces a cargo de «invitados» y otras de representantes del pueblo. Lo peor es que la cobertura mediática parece importar más que los argumentos racionales. Es una imagen muy negativa para la democracia, un mal recuerdo de aquellas gradas de la Asamblea constituyente en la Francia de 1789 que coaccionaban a los diputados. En cambio, en nuestro «Cádiz de las Cortes», a pesar del genio literario de Galdós, el visitante de San Felipe Neri comprende al primer golpe de vista que no era fácil hacerse presente desde aquellas tribunas lejanas.

Hablemos de los «lobbies». La gran democracia norteamericana se enfrentó al problema por vía legislativa hace más de medio siglo. Últimamente, la normativa ha llegado al Parlamento Europeo y a varios Parlamentos nacionales. Hay una notable literatura politológica sobre los «grupos de presión». Entre los ya clásicos, V. O. Key, Jean Meynaud o Carl J. Friedrich, con un análisis inteligente sobre sus relaciones con los partidos políticos, en el doble plano estratégico y dialectico. La mala prensa de los «lobbies» deriva de un falso idealismo que confunde las disquisiciones teóricas con la realidad de la vida. Sin embargo, los conceptos políticos no existen en el laboratorio abstracto de las ideas platónicas, sino en la disputa cotidiana de la polis, con sus grandezas y sus servidumbres. Es inútil razonar cubiertos por el «velo de la ignorancia» en el sentido de John Rawls, porque no podemos prescindir de nuestra condición personal para actuar como ciudadanos abstractos en busca de una justicia universal, al margen del espacio y el tiempo. Es preciso superar la concepción del «lobby» como sinónimo de abuso, corrupción y fraude, como reflejo de «intereses siniestros», en expresión de Bentham, opuestos por definición a un interés público cuya aplicación se atribuye siempre al poder político, aunque en el Estado de Derecho está sometido a la última palabra del control jurisdiccional.

Las organizaciones internacionales más influyentes recomiendan la regulación nacional de los «lobbies» en el contexto de las políticas de gobierno abierto y transparencia que definen la calidad de las democracias contemporáneas. Son bien conocidos al respecto los documentos emanados de la OCDE, del Consejo de Europa y de la propia Unión Europea. Por lo demás, la ausencia de normas no cambia la realidad de los hechos. Dicho con palabras de Antonio Garrigues Walker, en su comparecencia como miembro de Transparencia Internacional ante el Congreso de los Diputados: « Lobbying ha habido siempre. Siempre ha habido grupos de intereses que han operado como “lobbies”, otra cosa es que tuvieran una regulación institucional o no la tuvieran. Que nadie crea que (…) va a empezar ahora». Diversas plataformas ciudadanas que ahora proliferan en nuestro debate político impulsan también una regulación rápida y eficaz sobre un fenómeno propio de nuestras sociedades complejas.

Debe ser el propio Parlamento el que se encargue de establecer las reglas del juego. Una reforma del Reglamento o acaso una resolución de la Presidencia, avalada por la Mesa y la Junta de Portavoces, es el vehículo normativo adecuado. Se trata de crear un Registro para la inscripción de quienes pretendan jugar limpio en el día a día parlamentario, con un código de conducta que vincule a las entidades inscritas. El objetivo es reivindicar el carácter profesional de la actividad, al margen de abusos y malas prácticas. Los «lobbies» registrados podrían hacer una «manifestación de interés» ante la tramitación de un proyecto o proposición de ley que lleve consigo el derecho a participar en la Comisión competente. Una comparecencia pública, a la luz del sol, o sea, con luz y con taquígrafos.

Hace años que nuestros mejores estudiosos del Derecho Constitucional y la Ciencia Política defienden este papel relevante de las organizaciones de interés. Manuel García-Pelayo hablaba de «actores político-constitucionales», sin los cuales no se entiende la actividad de los «sujetos jurídico-constitucionales». Manuel Fraga, profesor y político, propuso una enmienda a la Constitución para incluir una referencia a los grupos de presión en el marco de las Comisiones parlamentarias. Así, el Parlamento será más vivo y dejará de ser, como dicen sus críticos, una mera Cámara de «registro» de las decisiones adoptadas fuera de su ámbito.

Hay muchas mejoras posibles sin necesidad de proponer una incierta reforma de la Constitución. La prudencia es una cualidad muy estimable en épocas confusas. La democracia representativa tiene más calidad si incluye elementos participativos bien encauzados. Los «lobbies» expresan una faceta del pluralismo social. Por eso, si los ignoramos, hacemos el juego al ingenioso personaje de Italo Calvino: «Ya no existo, Sire…». Pero no decía la verdad…

Por Benigno Pendás, director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

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