Longevidad y felicidad

No hace mucho tiempo, un joven sociólogo comentó que estando llevando a cabo una encuesta epidemiológica en un pueblo pequeño, le preguntó a una mujer que caminaba pensativa por la calle: «Señora, ¿cuál cree usted que es la tasa de mortalidad en esta zona?». Después de reflexionar unos segundos, la mujer le respondió con seguridad: «¡Un muerto por persona!».

Es cierto que por cada nacimiento hay una muerte. Y esta correlación no la podremos cambiar mientras nuestros genes prefieran una vida activa y finita a una existencia interminable. Lo que sí está en nuestras manos es aumentar la esperanza de vida o los años que nos quedan por vivir a partir de un momento dado. A mi entender, no creo que haya una meta más relevante. Después de todo, la longevidad es el mejor indicador de la calidad de la vida. La razón es muy sencilla: si estamos muertos no podemos hacer nada para ser felices.

Desafortunadamente, la realidad es que hoy demasiados hombres y mujeres, mayores y pequeños mueren prematuramente por causas previsibles y evitables. Y el motivo principal, especialmente entre los habitantes de los países con más recursos, es su enorme renuencia a aceptar el viejo y sabio consejo de «más vale prevenir que curar».

Precisamente, hace unas semanas el Departamento de Sanidad de Nueva York adoptó una ley por la que progresivamente estará prohibido servir grasas trans en los 20.000 y pico de restaurantes con que cuenta la ciudad. Otras localidades, como Chicago y San Francisco, y los grandes parques de atracciones de Disney y Universal están estudiando implantar disposiciones similares. Las grasas trans provienen de aceites vegetales sometidos a un proceso de hidrogenación artificial que cambia su estructura química natural y los convierten en verdaderos venenos. Concretamente, aumentan el colesterol «malo» o LDH en la sangre del consumidor y disminuyen el «bueno» o HDL, lo que favorece la oclusión, por placas de grasa, de las arterias que irrigan el corazón y el cerebro.

Según la Organización Mundial de la Salud, las principales causas de muertes en el mundo son, y serán en los próximos veinte años, los trastornos cardiacos y cerebrales producidos por arteriosclerosis. Y estudios realizados en la Universidad de Harvard revelan que el consumo de grasas trans eleva el riesgo de estas alteraciones vasculares en casi un 30 por ciento, y en Estados Unidos es motivo de 80.000 muertes prematuras anuales.

En las cocinas de los restaurantes estadounidenses -sobre todo del sector de comida rápida- se utilizan abundantemente estas grasas para preparar una amplia gama de alimentos con el fin de hacerlos más duraderos y apetitosos al paladar. Entre los más populares se incluyen las hamburguesas, las patatas fritas, los embutidos, las empanadas, las margarinas, las tartas y la bollería. En todo esto hay, además, un ingrediente de engaño, pues estas sustancias perjudiciales se sirven sin el conocimiento de los clientes y, por tanto, sin su consentimiento informado. De hecho, lo que a menudo la industria anuncia como saludable aceite 100 por 100 vegetal es realmente un producto artificial que acorta la vida del consumidor.
Pese a la amenaza que estas grasas suponen para la salud, y al hecho de que pueden ser perfectamente sustituidas por aceites inocuos o incluso beneficiosos -como es el caso del aceite de oliva, rico en antioxidantes, sobre todo si es virgen extra; o sea, que no ha sido sometido a tratamientos de refinado ni contiene aditivos ni conservantes-, la oposición a esta sensata norma sanitaria, como ya ocurrió con la ley antitabaco y la limitación de la velocidad en las carreteras, no se ha hecho esperar.

Unos se oponen por principio. Consideran que esta nueva regulación no es más que otra restricción «paternalista» que interfiere con el derecho inalienable de las personas de escoger sus propios venenos. Luego están los devotos del fatalismo. Convencidos de que su viaje por el mundo está lleno de imponderables y fuera de su control, argumentan que es inútil tratar de alargar la vida. También hay gente que antes de plantearse un cambio en su estilo de vida, como privarse de alimentos suculentos, exige garantías de que su sacrificio se va a traducir en una mejora inmediata de su bienestar. El problema es que mientras nuestra cultura celebra la gratificación instantánea: «aquí mismo» y «ahora mismo», la prevención da sus frutos a largo plazo. Incluso en mi gremio, no faltan médicos que consideran más satisfactorio -y rentable- recetar fármacos para aliviar enfermedades que dar consejos para evitarlas.

No obstante, si examinamos la historia de nuestra especie se hace evidente que la causa más importante de la prolongación de la vida no ha sido el tratamiento de las enfermedades sino su prevención. Desde los primeros asentamientos de colectivos humanos y la construcción de las ciudades en Sumeria hace unos seis milenios, hasta mediados del siglo XIX la esperanza de vida se mantuvo alrededor de los 35 años. Sin embargo, en el breve periodo entre 1840 y 1940, la duración media de la vida en Europa y Estados Unidos alcanzó los 65 años, un incremento del 86 por ciento. Esta dilatación espectacular de la existencia tuvo lugar antes de que salieran al mercado los primeros remedios eficaces contra las infecciones, como la sulfamida y la penicilina, y fue primordialmente el resultado de la aplicación de tres medidas sanitarias preventivas, basadas en la teoría formulada por el químico francés Louis Pasteur de qué microbios causaban enfermedades. Una fue la construcción de alcantarillados y la separación de las aguas potables de las aguas residuales anegadas de voraces insectos y roedores que propagaban epidemias mortíferas; otra, la inmunización en masa contra la viruela gracias a la vacuna descubierta por el médico rural inglés Edward Jenner; y la tercera, la implementación de normas elementales de higiene en los hospitales, como obligar a los cirujanos a lavarse las manos con jabón antes de intervenir a los pacientes y desinfectar las heridas de estos con alcohol. En las últimas seis décadas, a pesar de los impresionantes avances experimentados por la sanidad, la esperanza de vida en los países más ricos solamente ha incrementado 14 años o un 22 por ciento.

Es verdad que no es posible ser conscientes continuamente de los peligros que encierra la existencia cotidiana sin angustiarnos. Es comprensible, pues, que ocasionalmente enterremos estos temores en el olvido o nos autoengañemos justificando placenteros comportamientos de riesgo con excusas persuasivas. Pero rechazar de plano medidas preventivas eficaces, aunque el precio sea la salida de este mundo antes de tiempo, es a toda luz disparatado. No olvidemos, y me repito, que la única condición indispensable para ser felices es estar vivos.

Luis Rojas Marcos, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York y ex presidente del sistema de sanidad y hospitales públicos de la misma ciudad.