Longevidad y genética

LA Humanidad se ha preocupado, desde siempre, de alargar la vida y conseguir la inmortalidad. Avances recientes prometen averiguar las bases genéticas del envejecimiento. Hasta hace poco no había evidencia fidedigna de edades muy avanzadas. Ahora la hay; por ejemplo, la Sra. Jeanne Calmmet, que era la estrella de 800 centenarios, que estudió Jean Dausset, tenía 122 años cuando falleció, con sus facultades físicas y mentales en muy buenas condiciones. Un año antes de su muerte le preguntaron cómo veía el futuro. Ella dijo: «Muy corto». Mi centenaria favorita es la premio Nobel Rita Levy Montalcini, que con 103 años va al laboratorio todos los días.

Para prolongar su vida, con 72 años, Charles Èdouard Brown-Séquard se inyectó extractos acuosos de testículos de cobayas y de perro; los ofreció a cualquier colega. Al año, ¡1.200 médicos lo estaban probando! Estos intentos se continuaron con otros, también poco científicos, como el de Serge Voronoff, que inició trasplantes de tejido testicular de chimpancés al hombre (¡!). Un «charlatán», que casi llegó a gobernador, estableció en Kansas City por los años 20 la llamada «clínica de las cabras». Por su propaganda de trasplantes de testículos de animales al hombre tuvo problemas con el Gobierno. Entonces instaló en México la emisora más potente del mundo para seguir con sus mensajes.

Pero, fuera de anécdotas, los determinantes del envejecimiento y la longevidad son muchos. Claro está que lo mejor es que tus padres sean longevos, y, si no tienes accidentes y llevas una vida adecuada, tus posibilidades de vivir una vida larga serán mayores. Sin duda, la evidencia más clara de que el envejecimiento tiene unas bases genéticas la demuestran los estudios con gemelos cuando se comparan enfermedades comunes tales como la hipertensión o la artritis reumatoide. Las células somáticas de muchas especies, incluyendo las del hombre, tienen una capacidad limitada de doblarse. Cuando esto ocurre hay una astricción gradual en las secuencias de los telómeros que están localizados al final de los cromosomas.

El término «telómero» viene del griego y significa «final» (telos) y «parte» (meros). Se observó que sin esas estructuras terminales los cromosomas se pegaban unos con otros y sufrían cambios y comportamientos extraños, que amenazan la supervivencia y fidelidad de la replicación de los cromosomas y, en consecuencia, de las células que los contienen.

James Watson observó que las polimerasas del ADN eran incapaces de copiar los extremos de los cromosomas. Los cromosomas se acortarían en cada ronda de división celular, y con el tiempo esa erosión constante terminaría por eliminar los telómeros y algunos genes decisivos. Las células implicadas morirían. Las especies unicelulares sujetas a esa suerte de acortamiento debían tener mecanismos para contrarrestarlo. Ello resultó en el descubrimiento de un enzima alargadora de telómeros –la telomerasa–, por Carol Greider, que recibió el premio Nobel, y ahora estudiada extensivamente y con gran brillantez por María Blasco, premio Rey Jaime I de Investigación Básica.

La hipótesis de que el telómero y la telomerasa controlan el envejecimiento sirve para esclarecer algunos aspectos del cáncer. La teoría se basa en el hecho de que, en células somáticas normales, se produce la erosión progresiva del telómero con la edad y en que la mayor parte de tumores aumenta la cantidad de telomerasa y mantienen unos telómeros constantes, lo que les permite seguir dividiéndose. Así pues, el envejecimiento y el cáncer están relacionados con las telomerasas.

El envejecimiento humano contiene aspectos muy comunes, pero también muy variables y extremos; por ejemplo, el síndrome de Werner, o el Xeroderma pigmentoso, en que se afectan esencialmente la piel y los ojos, aunque también puede haber alteraciones neurológicas. Especialmente debido a estudios de Dausset y colaboradores en el Proyecto Cronos, se han identificado alelos de ApoE asociados con aumento de la longevidad; por ejemplo, el Apo E2, que es prevalente en centenarios y también asociado con una menor susceptibilidad a la enfermedad de Alzheimer.

El peligro de demencia aumenta a partir de los 60 años. A los 85 años prácticamente la mitad de las personas ofrecerán signos de demencia debido a cambios vasculares que nos predisponen a los múltiples pequeños infartos cerebrales que afectan al cerebro. El resultado es frecuentemente pérdida de memoria y de algunas actividades, como el habla normal. En contraste, la demencia de la enfermedad de Alzheimer es debida a la degeneración de células nerviosas del córtex cerebral y el hipocampo, los que han sido frecuentemente relacionados con la memoria. Las neuronas que están afectadas por esta enfermedad exhiben una serie de anormalidades proteicas. En mi propio laboratorio, estuvimos y están interesados en la proteína TAU, que aparece plegada anormalmente en las neuronas de enfermos de alzhéimer. Las bases genéticas de esta enfermedad están cada vez más estudiadas. Recientemente, en la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados, se ha realizado una reunión, dirigida por José Miguel Láinez, en Honor de Adolfo Suárez, con el título: «Alzhéimer. Cómo reconocerlo y tratarlo».

Hace poco más de seis años, se anunció el descubrimiento de un gen relacionado de forma significativa con el envejecimiento. Al estudiar el síndrome de Werner, que provoca una vejez prematura (la mayoría de sus afectados suelen morir antes de los 50 años), se descubrió el defecto del gen WRN, miembro de la familia RecQ12. Mutaciones de este gen no solo producen síndrome de Werner, sino que otras causan una predisposición al cáncer, por lo que el WRN es profusamente estudiado. El gen WRN codifica la síntesis de una proteína con actividad ADN helicasa y exonucleasa, que se cree tiene entre sus funciones reparar mutaciones.

Hay evidencia de los factores educativos en la demencia. Comparando personas de 75 a 85 años, el porcentaje de demencia en las que tienen poca educación aumenta frente a las que tienen una educación superior. Quizás el intelectual muy preparado está menos expuesto a peligros del medio ambiente tales como traumas cerebrales e hipertensión. Y no solamente las personas mejor preparadas, sino con mejor posición socioeconómica, están más protegidas; o la educación estimula el desarrollo de más sinapsis entre las neuronas. La estimulación del sistema nervioso central es más efectiva cuanto antes se empieza. Hace varias décadas, se demostró que una reducción drástica de calorías en la dieta de ratas y ratones les permitía vivir entre un 30 y un 40% más. El National Institute on Aging (NIA) y el Centro Nacional de Investigación de Primates de Wisconsin estudiaron sendos grupos de macacos rhesus, que viven entre 30 y 40 años, a los que se sometió a una restricción calórica del 30% con resultados divergentes. Mientras que resultados preliminares parecían demostrar que la reducción de calorías es capaz de prolongar la vida, el último trabajo de la Dra. Julie Mattison, del NIA, concluye que la restricción calórica no aumentó la longevidad de sus monos, aunque sí, como en el grupo del Dr. Richard Weindruch, de Wisconsin, observaron otras ventajas por retraso de los signos de envejecimiento.

El aumento de la vida, que ha sido espectacular, se debe a la disminución de la mortalidad infantil, y también a otras diversas causas, incluyendo la alimentación, los avances médicos y, sobre todo, la higiene y la protección social. Todo ello también ha contribuido al gran aumento de la estatura. En otras palabras, tener unos buenos genes, combinado con una buena educación iniciada lo más pronto posible y un medio ambiente propicio, es la mejor solución para llegar a una vejez productiva.

Así, es posible reconciliar algunas de los refranes y dichos populares tales como «el hombre es tan viejo como sus arterias», «el hambre agudiza el ingenio» y «los intelectuales envejecen haciéndose más sabios, mientras que las personas no educadas pierden su capacidad intelectual» (Talmud), con los hallazgos más recientes de la ciencia.

Santiago Grisolía, vicepresidente ejecutivo de los premios Rey Jaime I.

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