Loor de España

Es una experiencia que muchos compartimos: como necesito un documento y no sé dónde lo guardé en su día, he dedicado una pacífica tarde de sábado a buscarlo, revisando estantes, abriendo carpetas y archivadores. El documento se resiste, pero, a cambio, aparecen muchas cosas olvidadas: boletines de calificaciones escolares, fotografías familiares, recortes de periódico, cartas. Bastantes de estas cosas, ya inútiles, van a la papelera; otras me traen recuerdos: un amigo de entonces, una chica que me ilusionó, las angustias de un examen, un viaje...

En medio de ese pequeño mundo, he encontrado una vieja libreta, de color negro y hojas algo amarillentas, rayadas, para marcar las líneas. Enseguida la he reconocido: durante algunos años, en ella fui apuntando, como tantos adolescentes, las frases que me iban impresionando en mis lecturas. Pero esta tenía un tema único: «España», rezaba el título, con tinta roja, mayúsculas de palo y doble subrayado, con regla. No añadí yo ni un solo comentario, salvo el nombre del autor, el título de la obra y la fecha en la que la descubrí. Gracias a esas fechas, reconstruyo la experiencia de aquellas lecturas.

Loor de EspañaEn la primera página, leo ahora unos versitos, que pronto aprendí de memoria: «Oyendo hablar a un hombre, fácil es / saber en dónde vió la luz del sol. / Si alaba a Inglaterra, será inglés. / Si os habla mal de Prusia, es un francés, / y, si habla mal de España... es español». Junto al nombre del autor, Joaquín Bartrina, poeta bilingüe en castellano y catalán, anoté su lugar de nacimiento (Reus) y de muerte (Barcelona): sabía bien de lo que hablaba.

Debajo, leo un lacónico epitafio de Larra, que tanto me impresionó, entonces: «Aquí yace media España; murió de la otra media».

Las fechas de las páginas siguientes son de mi último año de Bachillerato. Ante todo, una frase atribuida a Catalina de Erauso, «la monja alférez», aquel personaje novelesco que descubrí en los libritos de la diminuta colección Pulga: «A mí me parece, señor, que no tengo otra cosa buena sino ser español». A su lado, el legendario lema de nuestros Tercios, con cuyo comienzo me identificaba: «España, mi natura; Italia, mi ventura; Flandes, mi sepultura».

Leo, después, la noble retórica de unos versos del «divino» Rubén Darío, que debieron de alentarme en las tormentas de la adolescencia: «Dejad que siga y bogue la galera, / bajo la tempestad, sobre las olas, / va con rumbo a una Atlántida española / en donde el porvenir calla y espera [...] / Que la raza está en pie y el brazo listo, / que va en el barco el capitán Cervantes / y arriba flota el pabellón de Cristo». (¡Cómo descalificarían, hoy, al que se atreviera a escribir algo semejante!).

Las fechas siguientes me remiten ya a mi entrada en la Facultad de Letras madrileña. En los Cursos Comunes aprendí que, junto a la «leyenda negra» antiespañola, existía también, desde la antigüedad, un género literario muy ampliamente utilizado, el de los «Laudes» o «Loores» de España. No era yo muy sabio ni muy original. Copié en mi libreta algunas frases del «Laus Hispaniae» de san Isidoro: «Tú eres, oh España, sagrada madre, siempre feliz, de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más ilustre porción de la Tierra...». Y otras bien conocidas frases de Alfonso X: «España, sobre todas, es adelantada en grandeza y, más que todas, preciada por lealtad. ¡Ay, España, no hay lengua ni ingenio que pueda contar tu bien!».

En las clases de Historia descubrí cómo los griegos y los romanos apreciaban nuestro clima. Así, Estrabón: «La pureza del aire y la dulce influencia del céfiro son caracteres propios de Iberia». Lo mismo proclama el «Poema de Fernán González», y saca de ello una conclusión sobre los habitantes: «Tierra es muy templada, sin grandes calenturas, / no hace en invierno destempladas friuras... / Así, sois mejores los que aquí moráis».

De los elogios a la tierra y al clima, mis apuntes pasan a recoger lo que muchos autores antiguos decían sobre las cualidades de los españoles: lealtad, fortaleza de ánimo, prudencia, amor a la libertad... Pero, también, el riesgo de desunión, como advirtió Fernando el Católico al florentino Guicciardini: «La nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de suerte que sólo puede hacer, con ella, grandes cosas el que sepa mantenerla unida y con orden».

Al estudiar los Siglos de Oro, encontré fácilmente hermosos elogios de nuestra lengua, como el de Carlos V: «Hablo el español con Dios... Que mi lengua española es tan bella y noble, que debería ser conocida por toda la cristiandad». Y, por supuesto, alabanzas de la gran empresa americana, como la que apunté, de Pedro de Medina: «Cosa es tan grande que, después que Dios crió al mundo, nunca tal se hizo, ni pensó, ni aun creyó ser posible». Pero esta grandeza tenía su reverso envidioso, señalado por el «Guzmán de Alfarache»: «Que aquesa ventaja hacemos a las más naciones del mundo, ser aborrecidos en todas y de todos. Cúya sea la culpa, yo no lo sé». Por eso escribe Quevedo su «España defendida»: «Lo que perdonamos, modestos, juzgan que lo concedemos, convencidos y mudos».

Entré luego en la especialidad de Literatura Española y, con la ayuda de José Luis Cano, fui anotando frases de poetas contemporáneos, no todos precisamente de derechas, de los que llegué a ser amigo. De Blas de Otero, la que inspira la canción de Cecilia: «Camisa limpia de mi esperanza (...) / sola y soterraña / y decisiva / patria». De Gabriel Celaya: «Nosotros somos quien somos... /Españoles con futuro / y españoles que, por serlo, / aunque encarnan lo pasado / no pueden darlo por bueno». De Carlos Bousoño: «Te quiero con el llanto, España mía». De Pepe García Nieto: «Esto que ves, que tienes, que te entrego, / hijo mío, es España».

Me emocionó profundamente, entonces, descubrir el discurso de Manuel Azaña, en el que sueña con otras generaciones de españoles, que aprenden la lección de los muertos: «Ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían el mensaje de la patria eterna, que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón».

Salto varias páginas. En la penúltima, sólo leo lo que escribió Jovellanos, un gran patriota, en una carta de 1808: «Quien deja de ser amigo de mi patria, deja de serlo mío».

Todavía es más breve lo que copié, hace años, en la última página, una frase del doctor Marañón: «Amo tanto a España porque la conozco».

He cerrado mi vieja libreta de notas con inevitable melancolía, personal y patriótica: ¿podrían repetir esta última frase, ahora mismo, muchos jóvenes españoles?

Andrés Amorós, escritor.

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