Lorca como pretexto

Para quienes hayan tenido la paciencia de seguir mis escritos desde hace años, si es que esos supuestos lectores pertinaces existen, no habrá de sorprender mi fervor lorquiano. Siempre admiré la obra del poeta granadino y universal al que dediqué no pocas páginas. En el seguimiento de su biografía supuso un venturoso hallazgo la obra fundamental, y más temprana, sobre la muerte del poeta: «Los últimos días de García Lorca», libro póstumo de Eduardo Molina Fajardo, publicado en 1983, sin restar mérito a otras investigaciones estimables como los posteriores libros de Ian Gibson.

Se conmemora el centenario de la llegada de Lorca a Madrid, en 1919, y la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid, a cuyo frente está un político sensible y culto, Jaime de los Santos, ha organizado un «Año Lorca» rico en actividades. Para conocerlas me interesé en el Parlamento regional por el alcance de ese homenaje variopinto dedicado a una de mis admiraciones literarias más sostenidas.

En mi breve intervención parlamentaria recordé cuando Lorca llegó a Madrid, apenas rebasados los 21 años. En carta a Adolfo Salazar confiesa su estado de ánimo: «Me ahogo, este ambiente provinciano terrible y vacío llena mi corazón de telarañas». Pertenecía a una familia acomodada, y decidió vivir en la madrileña Residencia de Estudiantes, uno de los focos intelectuales de entonces. Por su salón de conferencias pasaron Einstein, Keynes o Marie Curie, y allí conoció y trató Lorca a Buñuel, Dalí, Alberti, Maruja Mallo, Miguel Hernández, Dámaso Alonso, y otros intelectuales de la época, como Juan Ramón Jiménez; unos vivían en la Residencia y otros la visitaban. Lorca tocaba el piano en tardes de charla y amistad. Y escribía versos. Era feliz.

Insistí ante los diputados en que Lorca era un intelectual puro, que nunca optó públicamente por una ideología determinada. Creo necesaria una desideologización del poeta, como antes me había mostrado contrario a la apropiación partidista de otras figuras. Recuerdo el caso de Clara Campoamor, nuestra heroína del voto femenino, enfrentada en las Cortes republicanas a Victoria Kent, diputada socialista, y a un importante sector del PSOE liderado por Indalecio Prieto que se negaban a otorgar el voto a la mujer.

Clara Campoamor publicó en mayo de 1935 «Mi pecado mortal. El voto femenino y yo». Se sintió ignorada por la izquierda. Al estallar la guerra civil se exilió porque vio peligrar su vida en Madrid. En 1937 publicó en París «La revolución española vista por una republicana», obra en la que cuenta su experiencia en los primeros tiempos de guerra y critica el extremismo de aquella izquierda. Ello no ha impedido que el PSOE se apropiase de ella y creo que hasta convoca un premio con su nombre. A mi juicio es lo que debe evitarse en el caso de Lorca.

A Lorca le preguntaron sobre sus preferencias políticas y contestó que se sentía a la vez católico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y monárquico. Nunca se afilió a un partido político. Tenía amigos en todas las facciones. Jamás discriminó o se distanció de ninguno de sus amigos, por cuestiones políticas. Era amigo del dirigente falangista José Antonio Primo de Rivera, cuya afición a la poesía es conocida. Hay testimonios de ello. En una conversación con un joven Celaya, Lorca le confesó en marzo de 1936: «¿Sabes que todos los viernes ceno con él? Solemos salir juntos en un taxi con las cortinillas bajadas, porque ni a él le conviene que le vean conmigo ni a mí me conviene que me vean con él».

La detención y la muerte de Lorca han sido motivos de especulaciones. Ramón Ruiz Alonso, exdiputado de la CEDA, molesto con los hermanos de Luis Rosales, que dirigían a los falangistas granadinos, aprovechando la ausencia de José, el hermano mayor, comandó un grupo que detuvo a Lorca en casa de los Rosales en donde estaba acogido, y lo trasladó al Gobierno Civil. Cuando José Rosales fue a exigir la libertad del poeta, el gobernador civil, el tristemente célebre comandante Valdés, le amenazó con fusilarlo. Pronto el poeta fue trasladado a Viznar y fusilado. Sobre la estancia de Lorca en casa de los Rosales y detalles de aquellos días escuché el relato de Luis Rosales, mi amigo, aunque era un asunto del que no solía hablar. Félix Grande, poeta y amigo del alma de Luis, escribió un hermoso y esclarecedor libro, que tituló «La calumnia», en el que cuenta lo que se sabe y lo que no se sabía y hace justicia a los Rosales.

En mi intervención parlamentaria consideré repetidamente el fusilamiento de Lorca como un crimen execrable y dije que, en el terreno político, supuso un grave error porque los sublevados nunca se librarían de aquel baldón. Resultado: algunos medios obviaron la primera parte y subrayaron la última, de modo que yo había considerado el crimen como un error. Una manipulación que utilizaba al admirado Lorca como pretexto. Y un periódico serio concluía: «No hacía falta herir la memoria de Lorca ni tergiversar los hechos históricos». Ni lo uno ni lo otro. Conclusión: cada vez me produce más tristeza cierto periodismo que dispara desde la ignorancia. No rectificarán.

Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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