Los indignados y la democracia

Apenas hablábamos, durante estos últimos años, de los movimientos sociales, como si la desembocadura de la era industrial y el declive histórico del movimiento obrero hubieran rebajado lo social a luchas de carácter defensivo y sin contenido. Y, si el fantasma de la revolución acechaba al mundo, era bajo la forma disgregada del terrorismo global y de los movimientos islamistas más extremistas. He aquí que han aparecido los indignados, que deben su nombre a un antiguo diplomático de más de noventa años, Stéphane Hessel, cuyo opúsculo ¡Indignaos! se convirtió en un éxito de ventas mundial en pocos meses. A medida que se despliegan en todas partes los movimientos de indignados, resulta más obligada una pregunta capital: ¿se trata de una oleada dotada de verdadera unidad, al estilo de las primaveras de los pueblos en 1848, o de movimientos que simboliza la mera evocación del año 1968?

Los neomarxistas están convencidos; detectan en las revueltas actuales –empezando por las que agitan el mundo árabe y musulmán– el retorno de la revolución en pro de la emancipación de los pueblos, el “despertar de la historia” según el título de un libro del filósofo francés Alain Badiou (Éditions Lignes, 2011). Por cierto que “el fin de la historia” profetizado por Francis Fukuyama en 1989 nos atormenta, en efecto. Pero ¿puede caracterizarse adecuadamente la unidad de los movimientos contemporáneos de protesta, en Europa (España, Italia, especialmente Grecia), en Latinoamérica (de modo especial en Chile), en Estados Unidos, en Israel y en el mundo árabe y musulmán mediante la imagen de un aliento revolucionario común?

Indudablemente, no. En conjunto, los protagonistas en cuestión no aspiran a generar una revolución ni piensan en la toma del poder del Estado. Algunos quieren acabar con una dictadura y liberar de obstáculos, sin violencia, la vía de la democracia; ha sido menester la obstinación criminal de un Gadafi para que la protesta se haya convertido en Libia en acción armada. Otros exigen cambios que una democracia debe poder contemplar: medidas contra los estragos causados por la crisis o tendentes a controlar el sistema bancario y financiero así como un relanzamiento del Estado providencia, una política educativa compatible con menor inversión, etcétera.

Estamos tan alejados de la revolución que resulta incluso tentador, en una primera aproximación, oponerse a las propuestas tipo Badiou al detectar en tales movimientos el sello de las clases medias que luchan por promover intereses más o menos egoístas; todo lo contrario de las masas trabajadoras, del proletariado obrero y de otras figuras emblemáticas de la revolución. En efecto, en todos los lugares donde la gente se alza contra una dictadura (Túnez, Egipto, Libia, Yemen, etcétera), contra los bancos y las finanzas (Wall Street), para recuperar un Estado providencia en situación lastimosa por las políticas neoliberales (Israel), contra las medidas drásticas de rigor presupuestario impuestas por el FMI y los acreedores europeos (Grecia), en favor de una educación gratuita y democrática (Chile), para denunciar el paro masivo de los jóvenes (España), etcétera, apenas cabe hablar de obreros ni de proletarios, sino más bien de las clases medias con relativo nivel de formación, esos pequeños burgueses que el marxismo ha desvalorizado sin dejar de preguntarse en ocasiones sobre su capacidad para unirse a la justa lucha de la clase obrera y a actuar en el sentido de la historia.

No obstante, no resulta acertado postular la unidad de los indignados basándose en su supuesta pertenencia a la pequeña burguesía o a las clases medias. Este enfoque, además de ser poco respetuoso con los actores en cuestión, omite el sentido de su acción y sus orientaciones, poniéndoles en el mismo saco e incurriendo en un reduccionismo que no distingue los matices y diferencias.

Porque, hablando del tema de la unidad, ¿no radica en las formas de acción o echa mano –para hablar como el historiador Charles Tilly– del mismo repertorio, el que ofrecen hoy día en especial las redes sociales y las nuevas tecnologías de la comunicación? Es una constatación casi superflua, porque ¿quién se mantiene hoy día al margen de estas redes y de las nuevas tecnologías, quién puede creer que los indignados han encontrado, por ejemplo, una variedad original de su uso?

Así pues, la hipótesis de una ausencia de unidad resulta tentadora. Es verdad que derribar, por ejemplo, sin violencia una dictadura para instaurar la democracia y la justicia social, ocupar los institutos y las universidades para lograr cambios en el sistema educativo, protestar contra los estragos del neoliberalismo o contra la austeridad que imponen las medidas contra la crisis no son cosas de la misma naturaleza. Por otra parte, los movimientos actuales suelen referirse un país en particular. El movimiento, por ejemplo en Israel, no se preocupa del conflicto palestino-israelí; en las manifestaciones en Egipto y en Túnez han podido verse banderas nacionales y quienes lanzan la consigna “Ocupad Wall Street” no tienen nada especial que decir a propósito de las movilizaciones en el norte de África u Oriente Próximo.

Insistir sobre la heterogeneidad de los protagonistas de las protestas permite apreciar el carácter sumamente difuso del vocabulario de la indignación, que apenas deja traslucir las dimensiones políticas e históricas de la acción en cuestión ni resulta muy explícito sobre su sentido ni sobre las relaciones sociales que se pretenden cuestionar. La acción parece situarse en una fase prepolítica y no induce a pensar en un tránsito al espacio político como tal. Constata, en efecto, la injusticia, la opresión, la exclusión social y, en este sentido, hace su aparición en la esfera pública, pero no se estructura políticamente. La indignación queda indeterminada en el plano político; es susceptible de dar paso eventualmente a la violencia o a ciertas tentaciones radicales, islamistas o de otro signo.

Dicho esto, tal vez puede partirse precisamente de la circunstancia que mencionamos para pensar en la posibilidad de una unidad de las luchas de indignados. Una unidad que no procede buscar en un despertar revolucionario de la historia ni en la pertenencia de sus protagonistas a un medio social específico, como tampoco en el recurso –trivial en la actualidad– a todos los ámbitos, a las redes sociales y a internet. Además, sólo constituye de forma parcial un prolongamiento del altermundismo, por más que los estudiantes chilenos hayan acudido a Europa a pedir el apoyo de sus homólogos franceses y otros, contando con la ayuda de Edgar Morin y de Stéphane Hessel, y por más que se hayan dado intentos de internacionalizar la acción dándole un sentido planetario y global que remite a una crítica del capitalismo neoliberal.

No, la unidad, aparte de eventuales derivaciones violentas, se refiere más bien a la crítica que expresan estos movimientos a propósito de los sistemas políticos consolidados y al deseo incipiente que revelan de hacer política. Sus protagonistas señalan la entrada en la política de generaciones que hasta ahora se mantenían al margen por desconfianza o simple desinterés; generaciones que quieren hacer política de otra manera, fuera de las estructuras de los partidos y de las movilizaciones tradicionales, con el ánimo de insuflar nuevo espíritu a la democracia mediante el alumbramiento de nuevas formas de participación. Y deliberación.

Los indignados, en su faceta más positiva e innovadora, reinventan la política por abajo. No cargan, como sus mayores, con los fardos de las ideologías, las categorías, los reflejos propios del militante o los métodos de otros tiempos; al contrario, vienen a decir a los partidos y a los representantes tradicionales de la política, así como a los intelectuales, que ya es hora de cambiar. Y nosotros entramos con ellos, ciertamente de forma balbuceante y caótica, en un periodo de renovación de las políticas democráticas.

Por Michel Wieviorka, sociólogo, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.

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