Los 75 años de Serrat

A mi amigo Luis García Gil, doctor en Serrat.

El 27 de diciembre de 1943, en la calle Poeta Cabanyes del Poble Sec barcelonés, hijo de Ángeles y de Josep, nació Joan Manuel Serrat. De profesión cantautor. Acaba de cumplir, por tanto, setenta y cinco años. Lo que no dicen las crónicas es si en sus primeros llantos ya le temblaba la garganta.

Descubrí a Serrat en mi primerísima adolescencia, y nunca he sabido si fue mi incipiente predisposición a ver las cosas de una determinada manera la que me llevó a él o si fueron sus canciones las que a la larga me educaron en una concreta sensibilidad. Probablemente ambas cosas, porque para mí fue un hallazgo, un encuentro con algo desconocido, y a la vez, supuso la certidumbre de estar transitando por un territorio al que, antes o después, habría de llegar.

Recuerdo que fue un verano, en la playa, en casa de unos amigos de mi tío Héctor: «Un servidor, Joan Manuel Serrat,/ casado, mayor de edad,/ vecino de Camprodón, Gerona,/ hijo de Ángeles y de Josep,/ de profesión cantautor,/ natural de Barcelona,/ según obra en el Registro Civil,/ hoy lunes 20 de abril de 1981...», empezaba la canción que sonaba en el radiocasete. Nunca había escuchado a nadie presentarse de esa manera. Y me fascinó. Como me fascinaron los acordes del piano que luego descubrí que tocaba el maestro Ricard Miralles. Esa Navidad le pedí a mis padres el disco –«En tránsito»– y ellos me obsequiaron además con una colección de cuatro elepés en la que se recogían sus mejores canciones en castellano. Más tarde lamenté no conocer el idioma y no poder apreciar mejor sus temas escritos en catalán.

«Cambiar la vida», como pedía Rimbaud, o «cambiar la historia», como exigía Marx, es una opción falsa. Cambiar la vida ayuda a cambiar la historia y las canciones de Serrat tenían mucho de lucha ideológica en el frente del cambio vital. En España se acababa de aprobar una Constitución democrática, pero los usos cotidianos seguían teniendo un cierto regusto tardofranquista; y a ir modernizando y civilizando los hábitos contribuyeron, sin lugar a dudas, autores como Serrat. Yo, niño de derechas, siempre le estaré agradecido, porque intervino en mi educación con más eficacia que el Ministerio del ramo y que aquel colegio para niños bien en el que crecí.

Serrat me descubría un mundo nuevo y me mostraba una sensibilidad distinta para apreciarlo con todos sus matices. Pobló mi imaginación adolescente de héroes cotidianos, de mitos de andar por casa, que volaban a ras de suelo, con virtudes y defectos como yo, con más defectos que virtudes. Como yo. Desde entonces tuve la certeza de que aquellos profesores tristes y acomplejados podrían robarme los días, pero ya no podrían apoderarse de mi vida, porque había encontrado un amigo, un compinche. Sus «colegas» podían ser los míos, eran exhibicionistas y desahogados, se pasaban las consignas por el forro y eran capaces de mofarse de cuestiones importantes. Buena gente.

Frente a aquellos aguafiestas que, en nombre del alma, nos negaban el cuerpo, Serrat ofrecía el antídoto perfecto: «Saca de paseo a tus instintos y ventílalos al sol, y no dosifiques los placeres, si puedes, derróchalos». Contra la santa intransigencia, tolerancia; contra la santa ira, cinismo y ternura –«prefiero un buen polvo a un rapapolvo y un bombero a un bombardero»–; para las palabras graves, jarabe de ironía –«bienaventurados los castos, porque tienen la gracia divina, y la ocasión de dejar de serlo a la vuelta de la esquina».

Me enseñó a amar a Machado, verso a verso, y a Miguel Hernández –«llegó con tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida»–. En aquellos tiempos de tricornios y de ruido de sables, aprendí, gracias a él, a apreciar una sola espada: la de aquel pirata que, por un quítame esas pajas, te pasaba por la quilla, pero que, en el fondo, era un sentimental, que se grababa en la piel a la reina del burdel y se la llevaba puesta a recorrer los mares.

No me interesa mucho el Serrat de los últimos tiempos, y sufro íntimamente viéndolo seguir la inercia de la industria, resistiéndose fatigosamente a convertirse en una reliquia. Pero no importa, porque para mí sigue siendo aquel fulano de treinta y tantos, con la melena descuidada, el flequillo trasquilado y pinta de despierto, que una tarde me cantó desde el cassette de un amigo y me atrapó para siempre; el tipo coherente y honesto que me enseñó a ver el lado positivo de las cosas y me reveló el significado profundo de la palabra libertad.

Martín Domingo, abogado y presidente del Foro de la Magdalena (FOMAG).

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