Los abajo firmantes y racionalidad

De intelectuales solventes cabría esperar, idealmente, rigor y esfuerzo para forjar opiniones ponderadas y también algo de sabiduría y consciencia de las cuestiones morales y políticas que debaten. Esta esperanza resulta, salvo excepciones, ingenuamente estúpida. Sociólogos y psicólogos saben que grupos de individuos, intelectuales o porqueros, que debaten o dialogan pueden sufrir el así llamado «Efecto de polarización», que se manifiesta cuando un colectivo que ha deliberado conjuntamente, valga la redundancia, adopta posiciones más radicales que la media de las posiciones individuales antes de la deliberación. En otras palabras, si las discusiones o diálogos permiten a veces, raramente, la emergencia de una forma de templanza de juicio en otras se radicalizan las posiciones. Entre intelectuales izquierdistas o nacionalistas la polarización es la norma. Una de las explicaciones propuestas a la deriva hacia la radicalidad es que, para no perder protagonismo, políticos e intelectuales con mayores ansias de empoderamiento se enzarzan en una competición declarativa maximalista que arrastra a otros miembros del grupo.

Anda circulando por ahí una petición suscrita inicialmente por más de doscientos intelectuales, al parecer españoles y extranjeros, pidiendo una salida política para Cataluña. Volviendo por donde suelen, se trata de un desvergonzado intento de cambiar las reglas del juego democrático en medio de la partida y descargar fraudulentamente de responsabilidad a un puñado de irresponsables que le ha ocasionado irreparable daño a Cataluña -del que no se han arrepentido- intentando hacérselo a España. Echando una ojeada a los «abajofirmantes» cualquiera comprueba que, en realidad, extranjeros de corazón son todos e intelectuales, auténticos, de la nómina no doscientos sino dos, de los cuales uno, Pinker, retiró su firma.

Y como todo el mundo opina, entre las opiniones consagradas en el universo de la melaza política equidistante domina la que propone resolver, dialogando dulcemente, los conflictos gravemente antagónicos. Poco importa si los otros llaman animales -Torra dixit- ladrones o charnegos a los españoles. Sucede que a las sociedades muy maduras y espiritualmente agotadas las pudre, como a la fruta, el exceso de dulzura.

Más de doscientos intelectuales a buen seguro impresionan mucho. Pero no a quien es consciente de que las opiniones del Homo sapiens -en su versión intelectual o picapedrera de la lógica, poco importa- están afectadas de sesgos cognitivos que las lastran de irracionalidad. Por si fuera poco, en el control de calidad democrática algunos círculos intelectuales asignan emocionalmente -que no racionalmente- al nacional-supremacismo catalán la condición de irreprochablemente civilizado, moderno, ilustrado, moderado, pacífico e históricamente perseguido. Por contra, el nacionalismo español es represivo, inculto y anacrónico. O sea, el diálogo, antes de empezar, queda visto para sentencia.

En cualquier caso, el diálogo jamás ha resuelto ninguna confrontación cainitamente polar ni conflictos de intereses. El diálogo resuelve lo que retórica y banalmente se hubiera resuelto por su propio peso o por el de la ley. Las negociaciones políticas no son ejemplos de diálogo sino de calculada exhibición de fuerzas. El diálogo en el que se comprometió Chamberlain en el Munich Agreement no sirvió para nada. Esto debería saberlo hasta el buenazo de Chomsky que lleva toda la vida firmando peticiones con la misma desenvoltura que el núcleo duro independentista viviendo de subvenciones. Con todo, en previsión de que no prospere la negociación se adelantan a endosarnos la responsabilidad. Los españoles, según esa tropa -lo dejó escrito en alguna parte un habitual abajo firmante- estamos intrínsecamente incapacitados para el diálogo (consecuencia de la invasión árabe y de la Inquisición) hasta el punto que en castellano no existe el término compromise en su acepción anglosajona.

Si bien se mira, la eventual negociación -exigida de tú a tú, además, entre el Estado y cuatro provincias- sería imposible encauzarla racionalmente habida cuenta de la falta de arrepentimiento mostrada por los responsables del procés. ¿Por qué no se arrepienten? Una explicación bastante aceptada recurre a las emociones, particularmente a la invocación de emociones negativas. La idea de que para tomar una decisión racional hay que desprenderse primero de las emociones es clásica en filosofía (concretamente, en Descartes). Actualmente, los psicólogos consideran que algunas emociones, como el coste del arrepentimiento, pueden explicar decisiones irracionales. Verbigracia, si el independentismo tarda tanto en diluirse en Cataluña es porque los dirigentes no admiten que la enorme tensión generada es un tremendo error histórico (con fuga de empresas y desprestigio internacional no compensado por algún que otro apoyo). El arrepentimiento sería emocionalmente demasiado doloroso al provocar un profundo sentimiento de fracaso (dejando de lado el coste personal de la pérdida de privilegios). Es decir, los cuadros independentistas, amparados en el control administrativo e institucional, mantienen la decisión irracional de conservar una dinámica sin recorrido dentro de Europa por la incapacidad de arrepentirse de la irracionalidad de las decisiones tomadas anteriormente. Esto es, retroactivan la irracionalidad de sus decisiones.

En estas circunstancias, es lógico que la parte de sociedad española más lúcida exija arrepentimiento a los provocadores no tanto como revancha moral sino como prueba de recuperación de cierta racionalidad en las decisiones a venir. En el caso del secesionismo, el arrepentimiento sería, desde el punto de vista de la psicología conductual, una reacción emocional consciente y negativa que concierne a comportamientos irracionales del pasado. Concretamente, el arrepentimiento consistiría en el reconocimiento corrector de los mecanismos emocionales que impiden tomar decisiones racionales. Sin arrepentimiento no puede haber diálogo racional. Se trata, por tanto, de condición necesaria, aunque insuficiente, en la que deberían insistir los susodichos intelectuales, si lo fueran, que han suscrito la petición.

Enlazando con lo arriba expuesto, cuando el grupo de intelectuales se amplía -más allá del círculo de expertos en meterse donde nadie habilitado para ello les ha dado vela- el extremismo decae como consecuencia de lo que el estadístico Galton llamó La sabiduría de las multitudes (The Wisdom of Crowds). Por tanto, los límites a la radicalidad intelectual -aval de la radicalidad política guerracivilista- deben quedar delimitados por la ley. Quiere decirse, al radicalismo no hay que oponerle diálogo sino Ley, que en cada país democrático es la Constitución. Porque, en oposición a la irracionalidad de las decisiones y opiniones individuales, así fueren las de los intelectuales, la Constitución sintetiza la sabiduría de la multitud.

Juan José R. Calaza es economista y matemático.

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