Los abducidos

El hecho de que el terrorismo vasco independentista haya cumplido medio siglo de existencia requiere un análisis de sus consecuencias un poco más profundo de ése, tan habitual por cierto, que se limita a constatar que ETA no ha conseguido sus objetivos durante ese tiempo y que, con toda probabilidad, tampoco los conseguirá ya en el futuro. En efecto, el análisis de un acto social intencional no puede limitarse a comparar las realizaciones efectivas que consigue con sus objetivos manifiestos para, una vez constatado el fracaso total en su logro, terminar por considerarlo como un hecho no significativo. Es preciso, por el contrario, analizar qué efectos ha producido ese acto (en realidad, ese proceso) en la realidad histórica en que ha operado. Sus efectos transintencionales. Que el cumplimiento de los objetivos de ETA sea imposible a estas alturas, no significa en absoluto que ETA no haya producido modificaciones de importancia en el discurrir de la política vasca y española. Hasta tal punto ha sido así, que puede afirmarse con razonable seguridad que para el País Vasco el fenómeno políticamente más rico en consecuencias de los últimos cuarenta años es precisamente ETA.

Ensayen por un momento un experimento mental contrafáctico, el de la 'no-ETA': intenten imaginar un final de la dictadura, una transición y una evolución democrática posterior en la que ETA no hubiera existido en ningún momento. Cuesta hacerlo porque son muchas las variables adicionales en juego, pero creo que puede razonablemente hipotizarse que, sin ETA, el nacionalismo vasco no habría tenido el balón de oxígeno necesario para conectar con las nuevas generaciones en los años setenta y habría desempeñado un papel político mucho menos importante. Sin ETA, el régimen democrático incipiente no habría percibido como una urgencia sangrante el problema de las nacionalidades, sino que probablemente la puesta en marcha del sistema autonómico se habría sometido a un proceso de reflexión racionalizadora de mayor intensidad. Sin ETA, la izquierda se habría reagrupado mayoritariamente en el País Vasco en torno a la socialdemocracia, como en cualquier país de nuestro entorno. Sin ETA, el centro derecha españolista habría podido constituirse y actuar normalmente en Euskadi ya desde la transición, incorporando su visión particular de lo vasco a la construcción del imaginario simbólico colectivo. Sin ETA, para terminar con esta apresurada enumeración, la política de los gobiernos nacionales no habría estado marcada por ese peculiar sentimiento de culpa difusa ante lo vasco que la convirtió en acomplejada y apaciguadora.

Pero de todas las consecuencias políticas que la existencia de ETA ha generado la que me interesa resaltar ahora es la que se refiere a la evolución del pensamiento y la práctica política de izquierdas en nuestra sociedad vasca. Me refiero al enganche germinal del fenómeno terrorista con el revolucionarismo de izquierda, una conexión que en muchas ocasiones tiende a ser ignorada como factor significativo por quienes consideran a ETA sólo y únicamente como la manifestación etnoterrorista, por los que se contentan con subrayar la pobrísima simpleza analítica que exhiben los actores directos de la violencia. Con ser ello cierto, no lo es menos que la pervivencia del apoyo al terrorismo en un sector, numéricamente importante e intelectualmente muy activo de la sociedad vasca tiene muchísimo que ver con la conexión ideológica revolucionaria. El profesor Bullain ha analizado ampliamente cómo el MLNV es un «movimiento salvífico de liberación nacional, pero también es un movimiento revolucionario».

El origen de ETA no puede comprenderse si se desvincula del ambiente intelectual que vivía (y lo vivía con la intensidad que dan la juventud y la represión) un importante sector de la izquierda en los años sesenta. Eran tiempos en que el sistema político existente era denunciado como radicalmente injusto, alienante y embrutecedor por una cierta intelectualidad europea que, además (y esto es lo importante), predicaba la posibilidad histórica de una cesura radical con ese sistema. Posibilidad que pasaba por una ruptura a través de la violencia. La práctica política de la socialdemocracia alemana o del socialismo británico, defensores de una corrección progresiva del sistema capitalista mediante la práctica democrática, era percibida como una vergonzante rendición intelectual y moral a este sistema. El sistema 'debía' y, lo que es más importante, 'podía' efectivamente ser destruido. Lo que hacía falta era encontrar la llave para la revolución y, en esa búsqueda, la violencia terrorista contra los que se consideraban como los engranajes represivos del sistema aparecía como necesaria. El ejemplo de los movimientos de descolonización de tantos países africanos y asiáticos no hacía sino prestigiar adicionalmente la vía violenta. En definitiva, gran parte de la izquierda europea vivía atrapada en un ideario milenarista de cambio revolucionario que incluía la necesidad de la violencia.

El destino de ese pensamiento en el resto de Europa es conocido: se convirtió en algo marginal e inocuo una vez pasado el fervor de los setenta. Pero aquí es donde entra en juego la diferencia vasca: entre nosotros existió realmente una práctica violenta dotada de una considerable comprensión y justificación social, derivadas tanto de su nacionalismo como de su antifranquismo. Por ello, durante los años setenta a la izquierda intelectualmente revolucionaria le pareció que realmente aquí existía algo así como un movimiento popular revolucionario, creyó que entre nosotros se daba la posibilidad efectiva de una cesura en la Historia. Cierto que ese movimiento estaba lastrado por la ideología nacionalista, carente de sentido para la izquierda, pero la teoría del uso estratégico de las contradicciones permitía superar ese pequeño defecto: si la lucha armada contra el sistema capitalista había adoptado entre nosotros el ropaje nacionalista ello se debía a que apuntaba a la contradicción inmediata, pero desarrollándola se podía llegar a la contradicción estructural. La revolución era posible, por mucho que fuera por la vía tortuosa de un movimiento impregnado de nacionalismo. La práctica de la violencia de ruptura era lo relevante.

De esta manera se produjo en Euskadi una especie de 'abducción política' de un sector significativo de la izquierda por la imagen de la lucha armada, considerada como vía hacia la revolución y destrucción del sistema capitalista. Una abducción cuyas consecuencias no han terminado todavía. Puesto que, en efecto, por mucho que el paso del tiempo y la maduración personal de esos intelectuales, unida a la crueldad obscena del terrorismo, hayan hecho a muchos replantearse su apoyo intelectual a la violencia, quienes han permanecido durante años encapsulados en un izquierdismo que consideraba el sistema socioeconómico como algo perverso del que podía salirse por medios salvíficos han quedado perdurablemente marcados por esa larga estancia. ETA no despierta ya ilusión alguna entre ellos, pero es ETA la que les ha mantenido al margen de la evolución normal de la izquierda hacia la progresiva asunción de los fundamentos liberales de la democracia. Es la existencia de ETA la que les ha mantenido impermeables a la evolución intelectual del pensamiento crítico, fieles a un planteamiento leninista antiguo y superado en cualquier otro país europeo.

No se olvide que este encapsulamiento ha afectado precisamente a un conjunto de personas políticamente muy activas e intelectualmente dotadas, una parte muy importante de la 'intelligentsia' vasca, con una elevada capacidad de creación de opinión sobre su entorno inmediato, unas personas que normalmente actúan como referentes para círculos más amplios, políticos, familiares o sociales. De forma que la pervivencia del mito de la violencia revolucionaria no solamente la ha mantenido a ella al margen de la política democrática normal (empobreciendo a ésta, sin lugar a dudas), sino que además ha operado como un dique para que la sociedad vasca en su conjunto fuera haciendo suyas, al salir de la dictadura, las ideas humanistas heredadas de la Ilustración, el liberalismo y el constitucionalismo. Su indudable capacidad para crear opinión ha colaborado para mantener vigentes en la sociedad vasca borrosas posturas hipercríticas del sistema político y social realmente existente (tildado negativamente de 'democracia formal' o 'representativa'), manteniendo en cambio la vitola de valiosos para proyectos lamentables que nadie aceptaría realmente experimentar en su persona (Albania, luego Cuba, ahora Chávez, las democracias 'presentivas' o 'reales'). Esta izquierda abducida es la que suministra a la sociedad vasca tópicos no tanto críticos como directamente utópicos. En lugar de tomar la práctica democrática como una fatigosa pero eficaz vía de mejora de la sociedad, se predica a ésta un redentorismo mezclado de revolución y valores absolutos. Se le sugiere el desprecio por la política cotidiana apelando a los valores absolutos que conserva esta izquierda como referentes totémicos: 'justicia', 'libertad', 'pueblo', 'revolución', 'voluntad'.

No es fácil, salvo que acudamos a sociedades poscomunistas, encontrar en Europa un país en el que un tan alto número de personas situadas en posiciones de influencia intelectual mantengan un discurso de salvación situado al margen de la práctica democrática. No es fácil encontrar una sociedad en que sigan mediáticamente tan vigentes una serie de mitos, utopías y absolutos políticos tal que los que se manejan en Euskadi como moneda discursiva habitual. No parece sino que nuestra sociedad ha salido del redentorismo católico tradicional para quedarse en parte empantanada en otro mesianismo de izquierda revolucionaria mezclada de liberación nacional. Y la causa indirecta de ello ha sido ETA.

José María Ruiz Soroa, abogado.