Los amigos del procés

Desde hace unos años aparecen en las fotografías de los actos oficiales del presidente de la Generalitat de Cataluña. No llevan pendiente en el lóbulo de la oreja, como Arnaldo Otegui, e incluso alguno lo hace encorbatado y con aires de propietario. En Cataluña, los viejos terroristas abandonaron las armas hace muchos años, a diferencia de lo que ocurrió con ETA, que no las dejaron hasta ser derrotados. Los asesinos de Bultó y de Viola, por ejemplo, o aquellos que se dedicaban a tirotear en la rodilla a un periodista disconforme, se integraron en la vía pacífica -por llamarla de alguna manera- del nacionalismo catalán en su camino hacia la independencia. Los antiguos miembros de Terre Lliure terminaron en las filas de la Esquerra Republicana o de Convergència. Todo ello con el beneplácito de Pujol, sin cuya aquiescencia no se movía una hoja en Cataluña. Sus terminales eran poderosas: fue la llave para gobernar España; los empresarios catalanes confiaban en él; y la Iglesia lo tenía por buen católico. Pujol lo sabía todo y siempre había alguien en el PP o en el PSOE que le informaba de lo que se estaba cociendo en la política del momento.

El independientismo fue, pues, algo residual en Cataluña desde la aprobación de la Constitución. Los convergentes -y por supuesto los de Unió- hicieron posible que el proyecto político español no fracasara. «Nosotros esta vez no queremos fracasar», decía Pujol el 21 de julio de 1978 en el Congreso de los Diputados. Y añadía: «Desde nuestra perspectiva catalana desde la cual hemos fracasado doblemente por nuestra condición de españoles». ¡Por nuestra condición de españoles!, había afirmado, al parecer con convicción. El independientismo sumaba, entonces, un diputado en el Congreso. Esa marginalidad se terminó cuando los socialistas catalanes organizaron el «tripartito» en 2004. Y llegó a la cúspide en 2014 al ponerse Mas, el hijo político de Pujol, al frente del independentismo, cuando su «padre» se autoinculpó de haber ocultado una sabrosa herencia.

Un mes antes, su hijo biológico, Oriol, ya había dimitido como secretario general de Convergència y como portavoz del partido en el Parlament de Cataluña. Todo se desmoronaba como un castillo de naipes. Resultaba que el «oasis catalán» era, en realidad, una ciénaga. Un sitio desafecto en el que todos callaban y miraban hacia otro lado mientras afloraban cadáveres mal enterrados, silencios cómplices, fortunas inexplicables, corrupción por doquier y un desgobierno que desmentía eso del seny catalán. Pero esto no fue lo más brutal del asunto. Era un lugar común lo de afirmar que en Cataluña, a diferencia del País Vasco, no hubo una ETA que se dedicaba a matar a diestra y a siniestra. Cataluña, decían, era otro país, un espacio, un «oasis», una nación muy distinta a la España negra y miserable, de pasodoble y pandereta, que «robaba» a unos indefensos ciudadanos catalanes a quienes no les dejaban respirar, con malas infraestructuras, peajes opresivos, trenes que descarrilaban, investigaciones policiales y judiciales «contra» Cataluña y bla, bla, bla, bla. Todo era mentira, incluso eso de lo pacíficos que éramos los catalanes, ya que también en Cataluña floreció un terrorismo, escaso, pero de gran calidad y salvajismo, cuyos hijos, los CDR, ahora tenían los mandos de las movilizaciones violentas. Así, quien le colocó la bomba en el pecho a José María Bultó, del tamaño de una tableta de chocolate, haciéndole estallar por los aires y descuartizándole, es hoy el secretario general del sindicato de la CUP que se retrata complacido y complaciente al lado del president Torra. Ni rastro de arrepentimiento.

Mientras Terra Lliure ponía bombas a finales de los setenta del siglo pasado, en el Ministerio de Justicia en Madrid se trabajaba a marchas forzadas para sacar adelante la Ley de Amnistía -yo trabajaba ilusionado ahí junto a Landelino Lavilla y Juan Antonio Ortega- a la que se acogieron, entre otros, el terrorista catalán Carles Sastre, el sádico que le puso la bomba a Bultó, y otros compinches de Terre Lliure. La amnistía le sirvió a este salvaje para fugarse a Francia y regresar con nuevos bríos, entrar en el domicilio del matrimonio Viola -Joaquín Viola había sido alcalde de Barcelona-, colocarle «la tableta de chocolate» en el pecho al exalcalde y hacer estallar al matrimonio en un amasijo de cuerpos mutilados. (Una de las hijas me ha contado cómo tuvo que ver la cabeza de su padre separada del tronco). ¿Arrepentimiento? ¿Perdón? ¡Quiá!: «¡In-de-pen-den-cia!». Fue absuelto por irregularidades procesales. Hace pocos meses Frederic Betanach, otro socio de Terre lliure, ante la pregunta de si se arrepentía de que alguien de su grupo le pegase un tiro en la rodilla al periodista, afirmó con rotundidad: «¡Que se joda!».

¿Y cuál fue, por último, la actitud de la Iglesia catalana ante ese salvajismo? Como el clero vasco, o su inmensa mayoría, se taparon los ojos, se cosieron los labios y se pusieron tapones en los oídos. Pujol era uno de los suyos, un buen católico y, al fin y al cabo, «estos chicos» eran patriotes catalans. Los atentados eran transformados en tristos fets (tristes acontecimientos) por un autoproclamado Primat de las Espanyes, el arzobispo de Tarragona Josep Pont i Gol quien, acobardado, pedía la libertad de un terrorista, hijo de una amiga de infancia que era, según afirmaba, muy buena católica. Fue el Papa Juan Pablo II quien colocó en su sitio a ese nacionalismo catalán ultracatólico y, muy especialmente, al abad de Montserrat Dom Cassià Just, que llegó a calificar a uno de los terroristas de «persona de buenas costumbres».

Hace unas semanas, el Monasterio que un día fue lugar de peregrinación religiosa, convertido hoy en centro independentista, acogía al president Torra en su fin de semana de ayuno en apoyo de los presos que practicaban ese simulacro de huelga de hambre. El Tribunal Supremo juzgará ahora si en los hechos acontecidos al final del procés, entre septiembre y octubre de 2017 en Cataluña, hubo sedición o rebelión. Y hasta dónde llegó la malversación de caudales públicos. Los que intentan sembrar de desorden, división y odio Cataluña, capitaneados por el president Torra, irán a Madrid para intentar presionar a los jueces. Afortunadamente se le ha reservado un sitial preferente en la Sala para que pueda ver con sus propios ojos que todavía hay jueces en Madrid. «Sire, es gibt noch Richter in Berlín». (¡Majestad, aún hay jueces en Berlín!, le dijo el molinero a Federico II de Prusia).

Jorge Trias Sagnier es abogado y escritor.

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