Los amigos y los incondicionales

Yo nunca critico a mis enemigos porque a lo mejor aprenden", solía decir con ironía el cineasta Néstor Almendros y, al dar por supuesto que señalar a los amigos sus defectos y errores constituye a contrariis una prueba de afecto, el autor de Conducta impropia expresaba una gran verdad. En el campo político, por poner un ejemplo, la crítica útil a las causas que apoyamos no puede ser incondicional ni maniquea. A diferencia de los patriotas y exclusivistas de toda laya -aferrados a la intangibilidad de su credo religioso, nacionalista o ideológico-, el intelectual no debe ver ni pintar las cosas en blanco y negro. La lucha contra la opresión e injusticia que algunos Estados poderosos imponen a naciones y a pueblos enteros ha de acompañarse, para ser eficaz, con un análisis justo de la situación y de los problemas de aquellos a quienes defendemos.

Digo esto a propósito del mundo árabe y de sus autoproclamados amigos. Los males que afectan al arco de países que se extiende del Atlántico al golfo Pérsico están a la vista de todos: corrupción, despotismo, desigualdades brutales (léase el excelente artículo de Ángeles Espinosa "Países ricos, trabajadores esclavos", en EL PAÍS del 13-12-2007), libertades precarias, desamparo social y legal de la mujer, escaso respeto de los derechos humanos más elementales. No mido, claro está, a todos los Estados con el mismo rasero: existen entre ellos diferencias significativas. Apunto a un déficit jurídico y político que afecta al conjunto de las sociedades araboislámicas y que obstaculiza el paso de la tradicional condición de súbdito al pleno estatus de ciudadano, con todo el potencial de creatividad que ello implica. Sólo así puede explicarse el escaso peso político a escala mundial de unos Estados casi siempre reñidos entre sí -y pese a los inmensos beneficios que procuran el gas y el petróleo a algunos de ellos-, más preocupados por el frente interior -el descontento de sus propios pueblos- que por el "enemigo sionista" que dicen combatir en sus altisonantes programas.

La crítica amiga de la que hablo debería analizar, como hizo Edward Said, tales carencias y fracasos en vez de ocultarlos en nombre de una mal entendida solidaridad. Achacar la exclusiva responsabilidad de éstos al arrogante y desastroso unilateralismo de Bush y a la brutal colonización israelí de los territorios ocupados de Palestina, no ayuda a las víctimas de estos atropellos: contribuye a perpetuar su frustración y desdicha bajo unos Gobiernos que no han elegido y cuya carga soportan con sorda impaciencia u obligada resignación. La religión es entonces su único refugio y consuelo.

Recuerdo que en el curso deun encuentro organizado hace unos 20 años en torno al tema de "El intelectual y la lucha por la democracia en el mundo árabe", la crítica implacable de un exiliado iraquí al régimen de Sadam Husein le valió la acusación airada de un arabista de "haber roto la unión sagrada de los pueblos árabes contra Israel". Algo así, como si en un foro similar sobre los problemas y males endémicos de la democracia en Hispanoamérica, la denuncia por un ponente de los crímenes de Pinochet hubiera sido tildada de "divisionista" por quebrar el presunto frente de los países de habla española contra el imperialismo norteamericano.

La pregunta que acudió a mis labios, de si los iraquíes no tenían el mismo derecho que los chilenos a un régimen decente, justo y democrático era de difícil respuesta.

Si Sadam Husein cayó para ceder paso al caos y a la guerra civil provocados por la invasión estadounidense, el despotismo que encarnaba, revestido o no con el manto de la religión, no se diferencia gran cosa del que impera hoy, con mayor o menor crueldad, en algunos Estados árabes. Aunque la praxis política no pueda regirse tan sólo por principios éticos, y por una serie de razones de orden económico y estratégico sea necesario negociar con Gobiernos que vulneran sistemáticamente los derechos humanos -desde la Rusia de Putin a la Cuba de Castro, pasando por China, Sudán, Guinea Ecuatorial y un largo etcétera-, ni la sociedad civil ni los intelectuales, periodistas y escritores tienen por qué rendirse a un pragmatismo que ignora aquéllos y que, como en el caso de Sarkozy, convierte su alegato a favor de los principios éticos en un bochornoso ejercicio de cinismo.

La visita del Hermano Guía libio al presidente francés -tan ducho como él en el arte de atraer la luz de los focos y de ofrecerse a sí mismo en espectáculo-, nos procuró recientemente una sucesión de excentricidades, payasadas y desplantes que indignaron a la gente seria y brindaron ocasiones de reír a quienes disfrutamos del sentido del humor. ¿Qué menos podía pedirse tras la llegada del líder, primero a Lisboa luego a París y por fin a Madrid, con toda la parafernalia condigna a la magnitud del acontecimiento?

La tradición de beduina y la autenticidad del ceremonial de acogida habrían salido reforzadas no obstante si el Hermano Guía y su séquito hubiesen cubierto el trayecto desde su país a las capitales europeas que visitó a lomos de camello en vez de incurrir en el flagrante anacronismo de hacerlo por los aires (¡y no en la alfombra mágica de Sahrazad sino en una flotilla de aeronaves gigantes producto de la industria, no sé si europea o estadounidense!).

¡Imagino el asombro y entusiasmo del público arremolinado en los Campos Elíseos ante la llegada de los camelleros con sus jaimas portátiles después de tan largo y agotador recorrido! ¿No citaba Lawrence de Arabia el refrán beduino de "viajar es victoria"?

Vuelvo al comienzo de estas líneas: los verdaderos amigos de los pueblos árabes no deben limitarse a condenar el apartheid israelí en Cisjordania, el asedio inhumano de Gaza y la guerra ilegal de Irak que convierten en un polvorín a todo Oriente Próximo sino presionar también a través de una diplomacia más activa, a los regímenes que los oprimen, asumiendo la defensa de quienes, dentro y fuera de sus países, luchan valientemente por la consecución de unos derechos y leyes similares a los nuestros. La crítica amiga exige ecuanimidad y lucidez. Todo lo contrario del inane y a veces ridículo ejercicio de propaganda. Los organizadores de la próxima reunión de la Alianza de Civilizaciones -que yo prefiero llamar Alianza de Valores- han de tomarlo en cuenta so pena de naufragar en la retórica y el lenguaje estereotipado.

Juan Goytisolo, escritor.