Los años del bezzle

Hace más de medio siglo, John Kenneth Galbraith ofreció una descripción definitiva del desplome bursátil de Wall Street en 1929 en un volumen delgado y elegantemente escrito. Según observó Galbraith, el desfalco (en inglés, embezzelment)tiene la propiedad de que “semanas, meses o años transcurren entre la comisión del delito y su descubrimiento. Ése es el período, dicho sea de paso, en el que el desfalcador obtiene sus ganancias y quien ha sufrido el desfalco no siente una pérdida. Hay un claro aumento de riqueza psíquica.” Galbraith denominó bezzle ese aumento de la riqueza.

En un ensayo delicioso, el socio de Warren Buffet, Charlie Munger, señaló que se puede ampliar ese concepto mucho más. Se puede crear riqueza psicológica sin ilegalidad: el error o el autoengaño pueden bastar. Munger acuñó el término febezzle” (o “equivalente funcional del bezzle”) para calificar la riqueza que existe en el intervalo entre la creación y la destrucción de la ilusión.

Desde esa perspectiva, el crítico que revela un Rembrandt falso no hace favor alguno al mundo: el dueño del cuadro sufre una pérdida, como tal vez los posibles contempladores, y los propietarios de Rembrandts auténticos ganan poco. El sector financiero no se mostró amable con quienes señalaron que la burbuja de la “nueva economía” de finales del decenio de 1990 o el aumento del crédito que precedió a la crisis financiera mundial de 2008 habían creado un gran febezzle.

A los reglamentadores y los participantes en el mercado les resulta más fácil seguir a la multitud. Sólo una persona valerosa pondría obstáculos a quienes esperaran hacerse ricos comerciando mutuamente con valores de Internet o denegaría la oportunidad de poseer una vivienda a personas que no pudieran permitirse el lujo de comprarla.

El goce del bezzle estriba en que dos personas –cada una de ellas ignorante de la existencia y del papel de la otra– pueden disfrutar de la misma riqueza. El champagne que Jeff Skilling, de Enron, bebió cuando la Comisión del Mercado de Valores de los Estados Unidos le permitió ajustar al valor de mercado contratos energéticos a largo plazo corrió a cargo de los accionistas y los acreedores de la compañía, pero no iban a saberlo hasta diez años después. Familias de ciudades de los EE.UU. recibieron hipotecas en 2006 que nunca podían soñar con pagar, mientras que los contribuyentes nunca pensaron que se recurriría a ellos para que rescataran a las entidades de crédito. Los accionistas de los bancos no habrían podido entender que los dividendos que recibieron antes de 2007 eran en realidad dinero que habían tomado prestado a sí mismos.

Los inversores se felicitaron de los beneficios que habían obtenido con sus valores de Internet, cuyo precio aumentó vertiginosamente. No se dieron cuenta de que el dinero que habían obtenido se derretiría como la nieve en una primavera cálida. En aquel momento las reservas de riqueza transitoria que se crearon parecieron bastante reales a todo el mundo... lo bastante reales para gastar y lo bastante reales para perjudicar a quienes se verían obligados a devolverlas.

La contabilidad del valor razonable ha multiplicado las oportunidades de ganancias imaginarias, como, por ejemplo, los beneficios de Skilling con las transacciones de valores de gas. Si se calibra el beneficio mediante el ajuste al valor de mercado, el beneficio es el que el mercado cree que será. La información que figura en las cuentas de la empresa –la información que debería moldear las opiniones del mercado– ha de proceder del mercado mismo.

Y el mercado es propenso a arrebatos temporales de entusiasmo compartido... por la deuda de los mercados en ascenso, por los valores de Internet, por los valores respaldados con hipotecas de viviendas, por deuda del Estado griego. Los agentes de bolsa no tienen por qué ver cuándo –o si– se materializarán los beneficios. Dicen: “Yo me habré ido y tú te habrás ido”.

Hay numerosas vías hacia el bezzle y el febezzle. En un plan Ponzi, los primeros inversores son recompensados generosamente a expensas de los últimos hasta que se agota la entrada de participantes. Semejantes métodos –ilegales tal como los aplicaba Bernard Madoff– son funcionalmente equivalentes a lo que ocurre durante una burbuja de precios de los activos.

Pegarse al coche que va delante o recoger monedas de diez centavos delante de una apisonadora son otras fuentes de febezzle. Los inversores buscan pequeñas ganancias regulares con grandes pérdidas ocasionales e intermitentes, método ejemplificado por las operaciones de acarreo con las que hubo inversores que pidieron prestados euros en Alemania y Francia para prestarlos en Grecia y Portugal.

La “martingala” se duplica con las apuestas perdidas hasta que el agente bursátil gana... o se acaba el dinero. Los “agentes de bolsa sin escrúpulos” escoltados desde sus escritorios por guardas de seguridad son típicos exponentes fracasados de la martingala. Y la oportunidad de pasar de las cuentas bursátiles a las cuentas bancarias crea  oportunidades fáciles para que las entidades financieras obtengan beneficios y aparquen las pérdidas.

La historia esencial del período de 2003 a 2007 es la de que los bancos anunciaron grandes beneficios y pagaron una parte importante de ellos a sus agentes bursátiles y empleados superiores. Después descubrieron que todo había sido un error, arruinaron más o menos a sus accionistas y utilizaron el dinero de los contribuyentes para abrirse paso mediante transacciones bursátiles hasta nuevos niveles de beneficios declarados.

La historia esencial de la crisis de la zona del euro es la de que los bancos de Francia y Alemania declararon beneficios con dinero que habían prestado a la Europa meridional y trasmitieron los préstamos falsos al Banco Central Europeo. En los dos relatos, los agentes bursátiles tomaron prestado dinero del futuro y después el futuro llegó, como siempre ocurre, y convirtió el bezzle en desastre.

John Kay, a visiting professor of economics at the London School of Economics, is a fellow at St John’s College, Oxford, the British Academy, and the Royal Society of Edinburgh. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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