Los años del reguetón

Ninguna época baila igual que otra. Los placeres van retratando la vida por su lado más desprevenido, pero el retrato es siempre póstumo. Tarde o temprano el reguetón desaparecerá –muchos lo desean– pero, tan pronto como se apague, empezará a desprender ese color de época que tienen todas las músicas muertas.

El nombre no le hace justicia: poco le ha quedado del reggae, perezoso y sedante; con él comparte el origen antillano, pero esto no es más que un mapa mudo. Antes que tropical, el reguetón es hispano.

Sin comerlo ni beberlo, los españoles nos hemos encontrado con que la música de los tiempos venía en español. No es la primera vez: nuestra música ha estado siempre buscando un fondo ultramarino. Hace medio milenio, tan pronto como nació la vida criolla, tan pronto como unos cuantos jóvenes estuvieron dispuestos a soñarla, los virreinatos inspiraron una torrentera de bailes que cambiaron para siempre la música española y europea. Los aires americanos fueron entonces el síntoma más auténtico de la era moderna, aquella época que habría de sucumbir con otros aires americanos, esta vez norteamericanos: aunque haya hoy modernos supervivientes y aún posmodernos, lo que quedaba de edad moderna yacía ya hecho trizas a los pies frenéticos del jazz.

A las épocas de «exotismo» (que es siempre impostado) se oponen las épocas de verdadero influjo americano. El reguetón nos sitúa, a su manera, en una de estas segundas épocas. En ellas, la música del nuevo mundo se impone porque ha puesto un mismo tablado para el negro, para el indio y para el blanco. De la incorporación de estos elementos –predominando siempre el primero–, lo que ha quedado no es tanto un adorno como un desnudo, una reducción a algo antiguo y fundamental. Es lo contrario del exotismo: no embriaga en postales lejanas, nos hace vivir directamente algo que todos tenemos: de aquí su eficacia universal.

Lo que queda en la música americana es ese amor sin adornos que es el padre del mestizaje. No parece casualidad que cada uno de los verdaderos influjos americanos haya venido con ritmo sincopado. La síncopa, que es el esqueleto mismo del reguetón, es esencialmente erótica. Quebrarle un pie al ritmo y hacerlo renquear empieza como un desorden, pero al repetirse una vez tras otra se convierte en juego, en una broma donde se termina encontrando placer. Se siente una ondulación de la posesión y la no posesión, un movimiento que está en el amor carnal y en otros puntos cardinales de la vida. El reguetón se ha ceñido al ritmo con menos gracia que en otras épocas sincopadas; viene con más crudeza sexual.

No hay reguetón sin ordenadores y sonidos electrónicos; en esto han reparado un poco escandalizados los que no ven en la música más que una gran caja de herramientas musicales. En realidad, el riesgo de la música electrónica es el de toda técnica, sólo que más peligroso: es la tentación del medio convertido en fin, un medio que puede vaciarse de sustancia personal e imponer una homogeneidad inhumana. Pero el reguetón, nacido ya digital, ha solido embridar los trebejos electrónicos como tales: mientras siga traspareciendo el goce de hombres y mujeres, el baile quedará a salvo de la pura ingeniería de sonido. La prueba está en las discotecas: cuando todo empieza a deshacerse en una orgía desalmada, el reguetón no pide el espasmo de la masa informe, sino propiamente un baile, un y un yo.

Estos mimbres tan pobres han parecido una ofensa para la música occidental. En realidad, el verdadero error es ese igualitarismo zopenco que ha llevado a mezclar al reguetón con las valquirias, sin considerar las distintas pretensiones musicales. Sólo con reguetón, la vida se aplana y se consume pronto, pero sólo con sinfonismo, la vida no ha empezado siquiera. El reguetón no es más que un baile inculto, y lo que es mucho más importante: no quiere ser más que eso. Esta autenticidad es su única aportación posible.

Las dos grandes épocas de influjo americano alcanzaron toda su grandeza por haber buscado nutrientes en esos estratos sin prestigio, pero llenos de vitalidad. Cervantes o Gershwin supieron asomarse a los antros que otros despreciaban. Ninguna gran época del arte se entiende sin el juego de estos dos mundos de gozadores y elevadores. Quizá resulta que el reguetón no es el error, sino la falta de alguien que sepa verlo para aprender lo poco o mucho que pueda haber traído.

El reguetón ha cumplido. Quienes lo consideran deplorable quizá debieran preguntarse –no ya solo los músicos, sino el gran público– qué es lo que de veras desean en la música. La respuesta que se den será seguramente afectada, y con esto se advertirá pronto que hasta en el aborrecimiento del reguetón hay algo de íntima farsa. La cuestión empieza a parecer más grave: la música entera anda desnortada. El hombre de 2020 vive sin decirse a sí mismo lo que más le gusta: le importa más fingir sus aficiones en otras regiones que le parecen más altas. Esta cursilería musical empezó hace unos dos siglos y medio. El arte personal y por deber fue quedando desplazado por el arte postizo y por derecho: un derecho que pronto se reclamaría de todo ciudadano. El hecho sociológico interesaba al burgués más que el puramente estético. Y cuanto más se iba vaciando la música de su sustancia más se hinchaba la «beatería del arte», esa reverencia con ojos en blanco que Jardiel Poncela achacaba precisamente a «los nuevos ricos del arte y la intelectualidad».

El imperio de la medianía satisfizo a muchos, pero hace tiempo que se conoce su precio: aunque nos haya querido hacer vivir sin dominios, sin diferencias, la realidad se revuelve, el hombre se quiere diferenciar. Por eso la clase media ha sido la gran opresora: cuando el dominio no es un consciente dejarse dominar –por lo bueno o por lo bello–, resulta que se vuelve un espasmo, una sensación... sensación de pisar algo por debajo. De ahí que algunos necesiten colgar un cartel a la puerta de la discoteca: «No ponemos reguetón. Sólo buena música».

Nuestra época ha dado a luz a la música más escuchada de todos los tiempos, pero no se ha dignado siquiera a reconocerla. Pasará a la historia como uno de aquellos gustos que el hombre no quiso confesarse. Las razones, en cambio, habrán sido originales. No ha sido por lo lascivo o por lo simplón. El reguetón ha sido mucho más subversivo, porque ha sido verdad.

Ignacio Rodulfo Hazen es escritor.

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