Los anticuerpos de la política

Adrede o sin pretenderlo, el sanchismo ha comenzado a desarrollar mecanismos de inmunidad que lo blindan contra las consecuencias de sus decisiones. Se trate de errores, chapuzas como la del Delcygate, incongruencias con su propio discurso o voluntarias transgresiones oportunistas -como la humillación ante el separatismo- de los códigos de sensatez política, la opinión pública ha comenzado a asimilar con una normalidad casi rutinaria el comportamiento del Gobierno, de tal modo que éste se ha vuelto impermeable a críticas y vituperios. Favorecido por el «efecto inaugural» y el dominio casi absoluto de los medios, los reproches de la oposición le rebotan en el Parlamento, donde ha podido resolver sin mayor problema la aprobación del primer trámite de los presupuestos. El presidente y su socios de Podemos actúan con la tranquilidad de saber que mientras vayan cumpliendo las condiciones impuestas por los nacionalistas tienen vía libre para desplegar su agenda sin miramientos. En los primeros tanteos han comprobado que el ejercicio del poder genera muy rápidamente sus propios anticuerpos.

La clave es la repetición, que crea costumbre. Una mentira o dos se pagan, pero a partir de la décima se convierten en un hábito. Una claudicación provoca escándalo; muchas seguidas acaban por sumir a los ciudadanos en un cansancio resignado. Desde el momento en que todo el mundo sabe que la palabra de Sánchez no tiene credibilidad, la anomalía deja de serlo de modo automático y se transforma en un simple rasgo del que con el tiempo desaparece incluso la capacidad de suscitar desencanto. La inercia favorece siempre al que tiene el mando.

Así, la visita de Sánchez a Torra causó impacto por la desfachatez con que Moncloa le otorgó el carácter de un encuentro entre jefes de Estado, pero el viaje de la delegación independentista a Madrid ya forma parte del ritual del «diálogo», un mantra que a fuerza de reiteración se instala en el lenguaje político como un marco aceptado. Lo mismo sucedió con la primera puesta en libertad parcial de uno de los líderes del procés encarcelados; cuando salieron de la cárcel todos los demás el ruido se fue apagando y pronto saldrá Junqueras sin que parezca otra cosa que la aplicación de un mero formalismo burocrático. Se pueden añadir más ejemplos, como el descaro con que resiste a sus flagrantes engaños el ministro Ábalos o la integración de Pablo Iglesias en el comité de inteligencia nacional, por completo ajeno a las competencias de su cargo. Es la estrategia de normalización de lo irregular, de la homologación de lo extraño.

Por eso el caso Delcy tiene un carácter decisivo: es el único episodio que hasta ahora se ha resistido a este manejo displicente de los asuntos críticos. El manual aplicado es parecido -embustes, ignorancia, desdén y control de daños en el espacio informativo- pero la justicia ha prestado atención a los indicios que sugieren ilegalidad o delito y además ni la oposición ni el periodismo se han dado prematuramente por vencidos. Lo relevante ya no es tanto el asunto en cuestión, lo que pasó aquella noche en Barajas, sino hasta qué punto el Gobierno puede conseguir restarle importancia a las consecuencias de una más que posible -y repetida- ocultación parlamentaria. Confluyen además en el lance características de especial relieve por su dimensión europea, por la implicación de varios ministerios y por la eterna sospecha de que la presencia de Podemos en el Gabinete afecta de forma sustancial a las relaciones con el régimen de Venezuela. Pero sobre todo porque los usos bananeros con que el poder ha despachado la polémica no son admisibles en las reglas de gobernanza de Bruselas. Si los grupos opositores sueltan esa presa, toda la legislatura discurrirá en la impunidad más resuelta.

En política, los anticuerpos funcionan con un sistema de espejos: lo que fortalece al Gobierno debilita a la oposición y la destruye por dentro. Y eso es lo que hasta ahora está ocurriendo; frente al expeditivo modus operandi de la coalición, los partidos del centro y de la derecha andan enfrascados en la pugna por el liderazgo interno, sin el menor atisbo de unidad no ya orgánica sino de método. El único paso positivo ha sido una limitada coalición del PP y Cs en el País Vasco que no dará rédito electoral inmediato. Pero todo el trabajo de resistencia y control desplegado por las tres fuerzas se limita al tono más o menos exaltado con que interpelan a un Ejecutivo mucho más compacto, cómodo ante la constatación de que sus adversarios repiten los argumentos que la calle ya ha amortizado por aburrimiento o desencanto. Salvo el citado incidente del aeropuerto, no hay ningún flanco por el que hayan podido hacerle daño. El poder, como sentenció Andreotti, desgasta más a quien no lo tiene que a quien sabe usarlo.

A este respecto, la negativa de Pablo Casado a pactar la renovación de los órganos judiciales constituye una trinchera de resistencia indispensable. La ocupación completa de la Administración de Justicia es el objetivo que le falta a Sánchez para consumar su asalto autocrático a las instituciones esenciales; ése es el dique que, en caso de hundirse, dejará paso libre a un eventual desguace del sistema de libertades. Su protección debería constituir una prioridad para los partidos constitucionales, el principal motivo sobre el que reagruparse. No es una cuestión que deba dejarse en exclusiva al líder del PP porque no se trata de intereses partidistas o particulares sino de impedir un ataque que socave al Estado de Derecho por su base. Supone, además, la posición más fuerte en la que el centro-derecha puede enrocarse, la última barrera del consenso que, a día de hoy, permanece -por la fuerza legal- inalterable. Es la vacuna del virus de la ruptura; y es el proyecto de convivencia y de supremacía de la ley, ésa que según el presidente no basta, el que puede caer en caso de renuncia.

Hasta el presente sólo hay síntomas de alarma, sin medidas concretas, pero se aproxima el momento en que va a comenzar a plasmarse el modelo pactado por los separatistas y la izquierda. Y la legislatura será un paseo para el Gobierno de «deconstrucción nacional» si el constitucionalismo no encuentra la manera de gestar sus propios antígenos de autodefensa.

Ignacio Camacho

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