Los antropólogos que desmontaron “la ficción poética y peligrosa” del racismo

Franz Boas (1858-1942) posa para el Museo de Historia Natural en 1895.ALAMY
Franz Boas (1858-1942) posa para el Museo de Historia Natural en 1895.ALAMY

Gran parte de lo que hoy consideramos una forma moderna y abierta de ver el mundo —la identidad multirracial como algo normal, el género más allá de lo binario, las numerosas variantes de la sexualidad humana, el hecho de que las normas sociales influyan en nuestro sentido del bien y del mal— no es una cuestión moral ni de opinión. Esta visión del mundo es consecuencia de una serie de descubrimientos científicos llevados a cabo por un pequeño grupo de investigadores a contracorriente que se propusieron demostrar la unidad esencial de la humanidad. Y el resultado no fue la transformación de nuestra idea del bien y del mal, sino un cambio fundamental de nuestra concepción del sentido común.

En el centro de este grupo estuvo un contestatario profesor norteamericano llamado Franz Boas. Con el pelo alborotado y un acento muy marcado, Papa Franz, como le llamaban sus alumnos, era la viva imagen del científico loco. Había llegado a Estados Unidos procedente de Alemania en la década de 1880, después de pasar más de un año haciendo trabajo de campo como aficionado en el Ártico canadiense. Su propósito era conseguir trabajo como geógrafo o explorador profesional, quizá en la Smithsonian Institution. Pero la mayoría de sus solicitudes de empleo se encontraron con el rechazo. Cuando el siglo estaba a punto de terminar, consiguió, por fin, una plaza de profesor de Antropología en la institución que iba a ser su casa, la Universidad de Columbia.

En 1911 Boas concluyó un importante estudio en el que examinaba las consecuencias de la inmigración en la población de Estados Unidos. Después de tomar las medidas físicas de miles de neoyorquinos, Boas llegó a la conclusión de que “la capacidad de adaptación del inmigrante parece ser mucho mayor de lo que podíamos atrevernos a suponer antes de comenzar nuestras investigaciones”. Los “tipos” naturales en los que se solía clasificar a las personas —por ejemplo, sus razas o grupos étnicos— eran intrínsecamente inestables. Los niños nacidos en EE UU tenían más cosas en común con otros niños también nacidos en EE UU que con el grupo nacional al que pertenecían sus padres. Boas llegó a la conclusión de que, si unas categorías sociales básicas como la raza y la etnia podían cambiar solo con irse a vivir a otro país, entonces no podían utilizarse para explicar diferencias supuestamente permanentes de inteligencia, criminalidad u otros rasgos.

Durante las tres décadas siguientes, Boas repitió sus conclusiones siempre que pudo. La idea de que una característica, ya fuera positiva o negativa, era inherente a una raza concreta constituía, “en el mejor de los casos, una ficción poética y peligrosa”, dijo en una conferencia de eugenistas en 1937. Cuando los nazis se adueñaron de las instituciones educativas alemanas, el centro en el que se había doctorado le retiró el título. Las bibliotecas alemanas retiraron sus obras y las quemaron junto a las de Marx y Freud.

Boas vivió para ver cómo triunfaba por completo el racismo científico en su patria de origen y cómo se reivindicaban sus propias ideas en su nueva patria. Murió en 1942, durante un almuerzo en el club de profesores de Columbia. The New York Times escribió que a partir de ese momento era responsabilidad de sus alumnos proseguir “la esclarecedora labor en la que él fue un audaz pionero”.

De ese grupo de alumnos saldrían algunas de las mayores figuras intelectuales del siglo XX: Margaret Mead, una de las grandes y más conocidas científicas de Estados Unidos, que separó los conceptos de sexo y género; Ruth Benedict, cuyas investigaciones sobre la cultura japonesa ayudaron a diseñar la ocupación de posguerra; Zora Neale Hurston, la escritora del Renacimiento de Harlem cuyos estudios etnográficos con Boas influyeron directamente en su clásica novela Sus ojos miraban a Dios, y otras figuras académicas que crearon algunos de los departamentos de antropología más importantes del mundo, como Yale, Chicago y Berkeley.

Los alumnos de Boas viajaron por todo el mundo —Mead, a Samoa y Papúa Nueva Guinea; Hurston, a la costa del Golfo y el Caribe; otros, incluso más lejos— para demostrar una tesis fundamental. Creían que la ciencia humana más profunda no era la que nos enseñaba lo que era inmutable en su naturaleza, sino la que revelaba las enormes diferencias de las sociedades humanas, el variado vocabulario del decoro, las costumbres y la idea del bien. Nuestras tradiciones más preciadas, insistían, no son más que una pequeña fracción de los numerosos métodos que han creado los humanos para resolver problemas básicos, desde cómo ordenar la sociedad hasta cómo marcar el paso de la niñez a la edad adulta.

Llamaron relativismo cultural a esa teoría esencial a la que, desde hace casi un siglo, sus detractores han acusado de todo, desde justificar la inmoralidad hasta fomentar la disparatada idea de que quizá EE UU no sea el mejor país de la historia. Pero su mensaje fundamental era que para vivir de manera inteligente en el mundo debemos aplazar nuestra opinión sobre otras formas de ver la realidad social hasta que las comprendamos de verdad.

El relativismo cultural era una teoría sobre la sociedad humana, pero también un manual de instrucciones para la vida. Su intención era azuzar nuestra sensibilidad moral, no extinguirla. Boas pensaba que es muy posible que exista un código moral universal, pero ninguna sociedad —ni siquiera la nuestra— puede conocer con seguridad su contenido. “La cortesía, la modestia, los buenos modales y el cumplimiento de unas normas éticas concretas son universales”, escribió Boas en una ocasión, “pero lo que no es universal es qué constituye cortesía, modestia, buenos modales y normas éticas”. El progreso moral, si es que existe, reside en nuestra capacidad de construir una visión cada vez más amplia de la propia humanidad.

Estos son la conclusión científica y el talante moral que Boas y sus alumnos querían dar a conocer al mundo. Que averigüemos qué comportamiento es el que nuestra sociedad considera mejor y lo practiquemos con el destinatario más impensable de nuestra buena voluntad. Que nos esforcemos por apartarnos de toda teoría que fomente la idea de que somos especiales. Que prestemos menos atención a las normas de comportamiento correcto —­come esto, no toques aquello, cásate con aquel— y más al círculo de humanidad para el que creemos que tienen valor esas normas.

“No hay evolución de las ideas morales”, escribió Boas en 1928. Lo único que cambia es a qué personas creemos que debemos tratar como seres humanos plenos, dignos y determinados. Si ahora es normal que una pareja gay se dé un beso de despedida en el aeropuerto, que un estudiante universitario lea el Bhagavad Gita en una clase sobre grandes libros, que se rechace el racismo por considerarlo un rasgo de decadencia moral y una estupidez evidente; si todas estas cosas no son novedades, sino la forma normal de organizar una sociedad, debemos agradecérselo a las ideas defendidas por el círculo de Boas. El hecho de que aún nos quede trabajo por hacer, la continua lucha que supone vivir en una sociedad y al mismo tiempo ser críticos con ella, era precisamente la tesis que querían transmitir.

Este es un ensayo escrito por Charles King (Arkansas, 1967), profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Georgetown, adaptado a partir de un capítulo de su reciente libro Escuela de rebeledes. Cómo un grupo de espíritus libres revolucionó las ideas de raza, sexo y género, editado por Taurus. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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