A principios de la década de los 80 podía escribirse un importante y novedoso libro sobre las políticas exteriores de los estados árabes, sin que apareciera alguna referencia o mención significativa de Turquía. Me estoy refiriendo, por ejemplo, al volumen codirigido por dos especialistas tan reputados en la materia como los profesores Bahgat Korany y Ali E. Hillal Dessouki, que fue publicado por la Universidad Americana de El Cairo en 1984. Ahora, y desde hace ya unos cuantos años, no puede pasar lo mismo. No quiere decir esto que las relaciones árabo-turcas hayan alcanzado ya el volumen, la importancia y la solidez que merecen, pero sí que han entrado en una fase de desarrollo bastante diferente y que irá ganando además, seguramente, en extensión y en complejidad. Aunque la muy turbia, turbulenta y superinterferida trayectoria política que viene arruinando el Próximo y el Medio Oriente no permita establecer cálculo alguno con mediana garantía de fiabilidad y cumplimiento, y la escenaritis que a tantos aqueja constituya más bien un juego frívolo, siniestro y hasta inmoral, que muchos repudiamos.
El mantenido y creciente protagonismo social y político que ha ido alcanzando el Partido de la Justicia y el Desarrollo, de etiquetada tendencia islámica moderada, no ha pasado inadvertido en los medios árabes de la región, y su contundente victoria en las últimas elecciones ha reforzado su imagen de posible ejemplo a tener en cuenta, de laudable opción a seguir por los propios árabes si quieren ir encontrando y ensayando algunas garantías de solución de los inmensos problemas que se les han ido acumulando, y que parecen cada vez más amenazantes y hasta irresolubles.
El mismo día de las elecciones, un destacado editorialista registraba que «el Gobierno de Erdogan había recorrido un buen trecho en el camino de capacitar a Turquía para que cumpliera un papel medio-oriental de relieve en búsqueda de la estabilidad», y dejaba también muy claro que el mismo Erdogan podía hablar, con la seguridad y la autoridad que los datos y números proporcionan, de los importantísimos logros económicos y sociales que el país había experimentado con su partido en el poder. Aunque el mismo editorialista advertía también que la tarea del vencedor en las elecciones legislativas turcas no sería fácil, y que le esperaban grandes desafíos tanto en el exterior como en el interior. Al día siguiente, el editorial anónimo de al-Quds al-Arabi remachaba «que el Partido de la Justicia y el Desarrollo no había triunfado en esas elecciones por ser un partido islámico, sino por sus grandes éxitos, siendo los de mayor relieve la obtención de unas medias de crecimiento por encima del 7% anual, al alza de los niveles de vida del ciudadano turco, la mejora de los servicios públicos, la liquidación casi completa del paro, y la consolidación de la estabilidad política y de seguridad». Evidentemente había algún exceso laudatorio y reflejo inexacto de la simple realidad en tales afirmaciones tajantes, pero marcaban con claridad la sensación predominante en medios árabes. Y se hacía asimismo la contraposición ilustrativa: «Cuando la mayoría de los gobiernos árabes viven sus peores días, Turquía, estado islámico, presenta una exitosa experiencia democrática, junto a una economía fuerte y un liberalismo social; y lo que es aún más importante, se abre por completo a un partido islámico que controla la situación».
Ésa ha seguido siendo la tónica predominante hasta ahora, y lamento poder ofrecer tan sólo, por razones de espacio, algunos testimonios corroborativos seleccionados dentro de un abundantísimo material. El destacado político, escritor e intelectual Azmi Bishara, palestino que pone mucho interés en reivindicar siempre su condición de árabe, acaba de dirigir, aprovechando la concluyente victoria de los islamistas turcos moderados, unas cuantas preguntas a los «secularistas» árabes, y en general a todos aquellos que «no ven que el movimiento de los Hermanos Musulmanes ha experimentado cambios efectivos desde los tiempos de Sáyyid Qutb, que el movimiento Hamas no es el mismo que el de hace unos años, y que el Hizbulá de hoy no es tampoco el de los asesinatos de los izquierdistas chiíes de los 80». Hasan Shami, por su parte, comprueba cómo «han empezado a alzarse voces en diversos medios de la flor y nata árabe, llamando a que se aproveche la experiencia turca, y hasta amonestando porque así no se haga». Y Mahmud al-Mubárak, internacionalista que aprecia en al-islamiyyú al-yudud -¿«los neoislámicos», «los neoislamistas»?-, «el paso de la mentalidad -àqliyya- de la explosión a la racionalidad -àqlantyya- de la liberación», se arriesga a hacer la siguiente pregunta final: «Hoy, después del tremendo éxito de la experiencia islámica en Turquía, ¿se exhortará a la participación de los islámicos en el juego democrático fuera de las fronteras de Turquía, o continuará el complot, prohibiendo la participación del islam político, como se hizo con Hamas y con los Tribunales islámicos en Somalia?».
Aunque ésta es la tónica predominante de las diversas lecturas que se hacen en medios árabes de la situación en Turquía, tampoco se desconocen ni silencian algunos de los riesgos y amenazas todavía latentes en el mismo país, frente a una coyuntura inmediata que algún analista considera la más crucial desde la liquidación del régimen imperial otomano y la implantación de la nueva república de Ataturk. Por ejemplo, el conocido politólogo sudanés residente en Londres Abdalwahhab al-Afandi observa, pertinentemente, cómo «el terremoto de Turquía y el dilema del estado nacional -al-dawla al-qawmiya- en el mundo islámico» están indisolublemente implicados e interaccionados, y advierte finalmente que «un gran drama tendrá lugar si los islámicos reproducen el fracaso del Estado nacional contemporáneo en el mundo islámico, cayendo en los mismos comportamientos y prolongando las mentalidades que condujeron a la cadena de desastres que sufrió la Comunidad -al-Umma-». Algunos otros comentaristas siguen recordando que el destino inmediato de Turquía, y el de los estados próximo-orientales que la circundan, está también indisolublemente unido al tratamiento que se dé a la cuestión kurda y a las propias reacciones que los diversos grupos kurdos mantengan en los varios países de la zona en los que radican y de los que son también ciudadanos, inscrito todo ello en esa cambiante, turbia, turbulenta y superinterferida situación política por la que la región atraviesa. Otro punto oscuro todavía es el del futuro de las relaciones entre Turquía e Israel, que, como se sabe, han sido en todo momento de directo y estrecho entendimiento y máxima colaboración.
La situación real, por consiguiente, no tiene nada de fácil, ni de esquemática, ni de convencional, ni de fácilmente previsible, sino que es, en origen y por desarrollo, todo lo absolutamente contrario. Si quisiéramos conocer lo que en verdad piensan y sienten los árabes, y no nos contentáramos con repetir una y otra vez lo que preferimos oír, aunque no sea casi nunca cierto, nos preocuparía informarnos adecuadamente y debatir de forma muy diferente a como habitualmente hacemos.
Pedro Martínez Montávez es arabista y profesor emérito de la Universidad Autónoma de Madrid.