Los atractivos de Siracusa

Es un hecho bien conocido que el filósofo Martin Heidegger colaboró durante algún tiempo con los nazis. Durante un par de años desempeñó el puesto de rector de la Universidad de Friburgo y militó en el Partido Nazi, en donde apoyó algún aspecto fundamental de la doctrina nazi, como era el antisemitismo.

Cuando abandonó el puesto de rector, un colega suyo de la universidad le espetó:

«Qué, ¿de vuelta de Siracusa?»

La pregunta de aquel colega evocaba la experiencia que había tenido Platón cuando se incorporó a la corte de Dionisio, el tirano de Siracusa, con la intención de dar un sentido filosófico a la tarea de gobierno del tirano y tratar de implantar allí el ideal platónico de república.

Conviene advertir que la palabra tirano no tenía entonces el sentido extremadamente peyorativo que ahora posee y se limitaba a señalar el ejercicio del poder por una sola persona que lo habría obtenido de forma violenta e ilegítima. Lo que ahora denominamos un dictador, pero que podía contar también con el apoyo del pueblo, gracias a sus habilidades demagógicas.

Dionisio, desde luego, no era un demócrata y la experiencia de Platón terminaría de forma desastrosa. En algunos relatos se llega a afirmar que fue vendido como esclavo.

La fascinación por el poder de los escritores o de los profesores -de los intelectuales, en un sentido muy amplio- puede también desembocar en la esclavitud aunque, en el corto plazo, pueda también prometer considerables ventajas.

No hace mucho que un buen amigo me manifestó su desazón por el hecho de que todavía en nuestro tiempo haya que recordar la necesidad de combatir todos los totalitarismos -desde el comunismo hasta el fascismo- por la degradación del ser humano que todos ellos entrañan.

Heidegger, al igual que le había ocurrido veinticuatro siglos antes a Platón, pudo empeñarse en ver en Hitler un príncipe-filósofo que podría alumbrar un nuevo periodo de la historia humana. Un imperio germánico que duraría mil años y que sólo se mantuvo doce, al precio de enormes sufrimientos

Hace ya casi un cuarto de siglo de la aparición del ‘Libro negro del comunismo’, con el pavoroso balance de los más de cien millones de muertos provocados por esa ideología asesina y, hasta fecha muy reciente, no ha sido posible contar con una nueva edición actualizada del libro. Entre otras cosas, porque muchos de los colaboradores del libro tuvieron que sufrir la conspiración del silencio de sus colegas académicos simpatizantes de la ideología comunista.

No ha habido, sin embargo, ningún problema en el generalizado rechazo del nazismo, sustentador de otra ideología asesina derrotada en el campo de batalla, y especialmente repugnante por su política de exterminio de los judíos (Shoah) y de otros grupos de personas que no tenían sitio en el futuro paraíso nazi.

En cuanto al fascismo, asistimos al sorprendente fenómeno de que, derrotado el régimen italiano en la guerra, la palabra se ha convertido ahora en un arma arrojadiza contra el adversario político. De hecho, resulta ahora un cómodo fantasma al que alancear por parte de quienes prefieren la descalificación personal del adversario, en lugar del razonado intercambio de opiniones políticas divergentes. Fascista puede ser hasta el conductor de autobús que no te permite girar en una calle o el dependiente de un comercio que se niega a aceptar un vale no caducado de una compra de hace muchos meses. Recientemente, Stanley Payne ha denunciado en First Things (’Antifascism without fascism’) el fenómeno del uso de la etiqueta fascista como un ejemplo del lenguaje vago, abusivo e indiscriminado que se ha apoderado del debate político. El gran fascista fue Donald J. Trump desde las elecciones de 2016 y, en el escenario español, el grupo que lidera Santiago Abascal. He oído como un antiguo ministro de Adolfo Suárez, en la conmemoración del cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978, le adjudicaba ese adjetivo a Vox sin cortarse un pelo.

Fascista es ahora un insulto multitarea. Con esa intención fue puesto en circulación por la Internacional Comunista desde los años veinte del pasado siglo (’socialfascistas’, ‘liberalfascistas’, conservadores fascistas, etc…) y es utilizado ahora, de forma indiscriminada, para el insulto del adversario. La palabra ‘fascista’, pese al hecho evidente de la práctica desaparición de los fascismos -nazismo incluido- desde el final de la Segunda Guerra Mundial, experimenta ahora un verdadero apogeo. La misma imprecisión del término ha contribuido a su éxito y, de hecho, si le pidiéramos a algunos políticos españoles que nos explicaran lo que entienden por fascismo nos expondríamos a un violento estallido de sus sufridas meninges.

De todas maneras, siempre ha resultado sorprendente el éxito que ha tenido el vocablo en ambientes de personas dedicadas al trabajo académico o intelectual, en donde parece experimentarse una resistencia feroz a detectar y a denunciar los peligros de ciertos totalitarismos que han azotado a la humanidad en los dos últimos siglos. Siempre habrá intelectuales aduladores de la tiranía.

Isaiah Berlin detectaba esos peligros en los planteamientos de la Ilustración, con su horror a la variedad y al pluralismo, que ha llevado al sacrificio de más seres humanos que nunca. Otros pensadores se han remitido a las raíces religiosas de algunos movimientos políticos -religiones seculares-, o al impulso de lo irracional -misticismos, mesianismos- en muchos proyectos populares de nuestros días.

Y nunca ha sido difícil encontrar escritores, periodistas, profesores, intelectuales de diversos pelajes, que se han mostrado incapaces de resistirse a los cantos de sirena del poder político, cuando se trata de hacer valer un determinado discurso ideológico. Personas dispuestas a forzar la realidad, como le ocurriera a Heidegger, hace ahora casi noventa años.

El camino de Siracusa puede parecer, en ocasiones, como lleno de promesas pero, a la larga, casi siempre desemboca en el desengaño.

Octavio Ruiz-Manjón es miembro de la Real Academia de la Historia.

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