Los Ayuntamientos que nos esperan

Las más recientes encuestas y el resultado de las elecciones andaluzas han ratificado la impresión generalizada de que el próximo arco político español va a experimentar una fragmentación sin precedentes. Por de pronto, todo apunta a una mayor atomización política, gracias en buena parte a la conocida emergencia de Podemos, pero también a la más reciente tendencia alcista de una opción como Ciudadanos, no tan novedosa, pero igualmente percibida como alternativa al tradicional escenario bipartidista. Así pues, parece indudable que estas circunstancias van a tener una amplia extensión institucional debido al abigarrado ciclo electoral al que estamos a punto de asistir, y en el que, a excepción de los Parlamentos de Galicia y el País Vasco, van a renovarse todas las restantes Cámaras de representación política.

Y aunque, ciertamente, no se atisben por el momento datos que permitan pensar que esta situación vaya a perpetuarse, puesto que podría muy bien tratarse no tanto de un vuelco electoral como de un insólito marco de transición hacia un bipartidismo cada vez más imperfecto, operado mediante la sustitución de por lo menos uno de los partícipes tradicionales, lo que parece evidente es que esta circunstancia no serviría para mitigar las dificultades que arrastraría consigo la gestión de dicha provisionalidad.

En el nivel local, por su parte, la diversidad de situaciones plausibles remite a un panorama de enorme complejidad sobre el que se hace difícil hacer lecturas lineales. No obstante, parece razonable aventurar que la fragmentación del mapa electoral conduzca a situaciones de ardua o incluso imposible gobernabilidad en aquellos municipios en los que se ha afianzado un sistema local de partidos “estatalizado”, o sea, con la centralidad demediada entre las dos grandes formaciones estatales, en coexistencia con una minoría residual integrada por otros partidos, también estatales pero menores, tradicionales o nuevos, o incluso con el concurso de alguna agrupación electoral de ámbito específicamente local. Con todo, no parece que este supuesto vaya a ser tan habitual como sugiere la fronda exhibida por algunos medios de comunicación ya que, si se tienen en cuenta, por ejemplo, los datos del CIS (enero 2015), donde la irrupción de nuevas fuerzas políticas se revela más intensa es precisamente en ciudades medianas y grandes (a partir de 50.000 habitantes).

En este contexto conviene recordar que la Constitución da la opción de elegir el alcalde mediante el voto de los vecinos o el de los concejales (artículo 140), y que el legislador electoral se inclinó por esta última vía. De modo que no dejan de ser esperables, tanto en periodo electoral como después, las consabidas arengas para que los cargos electos escojan como ocupante de la alcaldía aquella persona que encabece la lista más votada. A este respecto, cabe decir que son muchos los trabajos académicos que han puesto de relieve la importancia que cobra la persona candidata a la alcaldía como factor determinante en la valoración de los ciudadanos y, en consecuencia, de los resultados electorales de una lista. Por ello, no es menos cierto que esta íntima vinculación entre persona candidata y voto provoca, pese a su incontestable legitimidad, que las coaliciones de listas separadas que deseen arrebatar la alcaldía a la lista más votada, ya sea después de las elecciones, ya sea de forma sobrevenida como resultado de una moción de censura, sean interpretadas a menudo como usurpaciones de la voluntad popular.

Ahora bien, inferir de ahí una especie de determinismo que deba condicionar a los concejales a la hora de designar para el máximo cargo ejecutivo municipal a la persona de la candidatura más votada se nos antoja una auténtica mistificación política, una verdadera superchería que distorsiona los fundamentos del sistema representativo que conforman, con todos sus defectos, el actual régimen electoral e institucional local.

Cosa distinta seria plantearse seriamente una reforma del sistema electoral local. Por supuesto no para las inmediatas elecciones, pero sí para su temprana aprobación en la próxima legislatura. Claro está que no estamos aludiendo a la propuesta de bonificar con una prima de concejales las opciones mayoritarias en los comicios locales, hasta completar la mayoría absoluta, como apuntaba la vaporosa propuesta del PP del verano pasado, algo que ya antes había sustanciado el PSOE mediante una proposición de ley en el Congreso (1998), además de haber sido sugerida por el propio Consejo de Estado en su informe sobre la reforma electoral (2009). Pese a ser distintas, debe admitirse que todas esas iniciativas plasman una clara orientación doctrinal del derecho político español, e incluso de la jurisprudencia constitucional, que antepone el factor de la gobernabilidad a la nítida expresión del pluralismo político presente en la sociedad, en este caso, local.

Venimos a referirnos a una propuesta de mayor calado y radicalidad democrática: la instauración de un sistema presidencialista de gobierno local, con elección separada, por un lado y a doble vuelta, de la persona titular de la alcaldía y, por otra, de los concejales. Sin duda, se trata de una apuesta más diáfana por la expresión de la voluntad popular. Por supuesto, ello exigiría una modificación de la arquitectura institucional local, reforzando las atribuciones del Poder Ejecutivo y consolidando la representatividad de la asamblea de electos, consagrada a la orientación política del ejecutivo municipal y a su fiscalización que buena falta hace. Nada, por cierto, que sea ajeno a la intencionalidad de las reformas de los gobiernos locales de 1999 y 2003. Al mismo tiempo, podrían reordenarse los mecanismos de remoción de la máxima autoridad local, con la supresión de la moción de censura, institución impostada y con origen en la tradición parlamentaria, cuya trayectoria municipal presenta luces y sombras, en favor quizás de otros procesos de revocación de mandatos por expresión directa del voto popular. Finalmente, y para alejar la tentación del sempiterno cálculo partidista, debería establecerse una modulación temporal entre la aprobación de las reformas electorales y su aplicación.

Coda final: sería ingenuo pensar que la restitución de la confianza popular en las instituciones que conforman la arquitectura de la democracia española tenga como cauce concreto la reforma del sistema electoral local. Pero, por algún sitio hay que empezar, y no parece, en este sentido, que el nivel local vaya a ser el que más dificultades políticas o procedimentales plantee. Claramente, la inacción o el inmovilismo en esta materia constituyen, a la luz de los datos disponibles, opciones mucho peores.

Joan Ridao es profesor titular acreditado de Derecho Constitucional y Alfonso García Martínez es economista.

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