Los ayuntamientos vascos y catalanes o donde el nacionalismo labra su hegemonía

El Ayuntamiento de Berastegi, en Guipúzcoa, lindante con Navarra, de poco más de 1.000 habitantes, puede muy bien representar lo que se quiere explicar aquí. En las anteriores elecciones municipales, las de 2015, 325 votos fueron para Bildu, 146 para el PNV y 2 para el PSE. Resultado: 6 concejales de Bildu y 3 del PNV.

Esta es la tónica habitual, cambiando Bildu por PNV, en todos los ayuntamientos pequeños del País Vasco. Pero en Berastegi (antes Berástegui) la fachada de su ayuntamiento está decorada con un escudo policromado único en su género y perfectamente visible desde la plaza, cuyo lema dice: “Nobleza con libertad”, en castellano cristalino. Y en su orla se recuerda: “año 1321, armas de esta ylustre villa de Berastegui”. Y en su base otro año: 1731, alusivo al del certificado de nobleza que le otorgó el rey Felipe V.

Pero esa historia está hoy olvidada y el castellano que luce en el mismísimo escudo de la villa está también proscrito. ¿La razón? Una amputación deliberada de su propia historia, una tergiversación de su memoria, una perversión de su identidad. Todo eso es lo que ha conseguido el nacionalismo en Berastegi y de ahí que su escudo pase hoy perfectamente desapercibido para sus vecinos.

A los nacionalismos vasco y catalán el control de los ayuntamientos en sus territorios respectivos les da el basamento de su poder político, el semillero de cuadros intermedios y, en definitiva, el músculo que les catapulta para todas sus empresas. Y no me refiero solamente a los ayuntamientos pequeños, que los controlan prácticamente todos.

En Cataluña ya tienen Gerona y también saben lo que es gobernar Barcelona. Pero es que en Euskadi, desde las últimas municipales, controlan las tres capitales de provincia y los núcleos de población más importantes –solo dejaron Irún, Eibar y Portugalete para el PSE– y esa tendencia es ascendente de cara a las elecciones que ahora vienen. Hablamos de poder territorial, de implantación política.

En Euskadi, en las últimas municipales, de 252 municipios 194 quedaron en manos del nacionalismo y el resto fueron para agrupaciones independientes, muchas afectas al nacionalismo. El PSE solo obtuvo 10 alcaldías y el PP 4. Y en Cataluña, de 948 municipios, más del 80%, concretamente 764, pertenecen a la Asociación de Municipios por la Independencia. ¿Significa eso que el nacionalismo tiene razón, o sea, que responde mejor a las necesidades de los habitantes de los territorios que controla? ¿Por qué su dominio es tan abrumador en los municipios pequeños?

Para el caso vasco la explicación es sencilla. Tras décadas de terrorismo etarra, el acogotamiento social por parte del nacionalismo ha sido mucho más eficaz en los municipios pequeños. Esto lo podríamos conceder por puro sentido común. Lo cual no puede ocultarnos que hay municipios con muchos asesinados por ETA -por ejemplo Irún con 26- que sin embargo se ha mantenido hasta hoy en manos socialistas. Irún es la sexta ciudad en Euskadi por número de habitantes, con 60.000, pero las cinco que le superan, o sea las tres capitales más Baracaldo y Guecho, están todas en manos nacionalistas.

Siendo la presión del miedo muy superior a medida que descendemos en número de habitantes, ¿cómo explicar lo que ocurre en las ciudades grandes? Y, sobre todo, ¿cómo explicar lo que ocurre en Cataluña, donde no ha habido terrorismo y el nacionalismo también es abrumadoramente mayoritario en los municipios pequeños?

La ideología nacionalista no surge en el medio rural. Todas las ideologías nacen en la ciudad, que es el ámbito más propicio para el contraste libre de ideas y la construcción de proyectos políticos nuevos. Y el caso vasco es paradigmático. Sabino Arana, el fundador del nacionalismo vasco, fue un urbanita de manual que se tuvo que poner la txapela ya de mayor para conferir a su ideología el toque ruralizante que su propia condición de burgués no transmitía.

El nacionalismo supone que es en el ámbito rural donde se conservan más puras las esencias de su ideario, asociado a la vida en el campo, a las actividades agrícolas y ganaderas, y a las costumbres y al idioma que han sufrido menos el contagio de la modernidad y la uniformización del Estado. Pero hoy en Euskadi son los chavales en los colegios de toda su geografía y en la universidad los que aprenden un euskera que no tiene traslación viva en el campo, porque es un euskera refundido de la variante dialectal guipuzcoana, quedando las demás variantes sostenidas a duras penas por los más viejos del lugar, los más aislados o los eruditos locales. Y las costumbres ancestrales se reducen a las demostraciones de deporte rural en las fiestas de los pueblos.

La preponderancia del nacionalismo no es posible explicarla, por tanto, diciendo que se trata de una ideología que responde mejor a la realidad social del país, sino que es la propia ideología la que ha construido una realidad social acorde con su previa idealización del país y que se materializa en una estética agraria de abarcas, mandiles, txapelas y pañuelos, y en un idioma unificado tras su destilado lingüístico en el Santuario de Aranzazu en 1968, en pleno desarrollismo franquista. Pero a esa construcción ideológica de una realidad en función del nacionalismo le hace falta algo más para explicar su preponderancia actual en Cataluña y el País Vasco.

Y ese algo más solo se encuentra atendiendo al puro factor humano, al puro voluntarismo, a la dedicación e intensidad que proceden de una previa convicción y adoctrinamiento. Los nacionalistas tienen éxito en sus territorios, empezando por los ayuntamientos, sobre todo porque se dedican en cuerpo y alma a hacer realidad su ideal.

Parten de una ojeriza acérrima a todo lo que significa España y con esa animadversión de base cogen fuerzas para laborar todos los días en pos de su ensoñación segregacionista. Ahí está su fuerza. Y contra eso no valen en absoluto, por parte de los partidos de ámbito estatal, políticas electorales que busquen en una campaña de quince días darle la vuelta imposible a la tortilla.

Lo que se necesita en España es una política de Estado consciente de lo que se juega en esos dos territorios; que acopie recursos, medios y capital humano para llevar allí una visión de España competitiva, moderna y perfectamente compatible con las culturas regionales que siempre hubo en su seno. Por ejemplo, rescatando la historia verdadera y ahora oculta de todos los Berastegis vascos y catalanes. Porque este problema es mucho más grave, a mi juicio, que el del vaciamiento de la España interior o la reputación de España en el exterior que tanto preocupan ahora. Si es que no queremos que en Euskadi y Cataluña acaben por  eclosionar –y en Euskadi están ya casi a punto– unas mayorías sociales irreversibles a favor de la independencia.

Pedro José Chacón Delgado es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU. Es autor de 'Nobleza con libertad. Biografía de la derecha vasca', publicado en 2015, que se puede descargar gratis en internet y en cuya portada figura el escudo de la villa de Berastegi al que se hace alusión en este artículo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *