Los buenos médicos y los perjuros

Los médicos son profesionales a los que la sociedad suele mirar con respeto y simpatía. Pero, si a una persona normal la proximidad del médico no le desagrada, a los que padecemos algún matiz de hipocondría, -aunque sea menor, compulsiva, y no crónica- la proximidad del médico nos tranquiliza en un grado tan intenso como a una persona que padece pirofobia (miedo al fuego y los incendios) le sosiega estar al lado de un bombero en un día de lluvia.

Entre mis amigos hipocondriacos, uno que no disimula, ni se esconde con hipocresías, es el periodista Andrés Aberasturi. Recuerdo un día, hace ya algunos años, en los que nos dirigíamos a la plaza de toros de Guadalajara. Creo que se celebraba alguna fiesta autonómica de Castilla-La Mancha. Cuando estábamos ya cerca del coso taurino, en la parte cercana al patio de cuadrillas, había aparcadas dos ambulancias, en prudente previsión de algún incidente en la lidia. Al verlas, Aberasturi soltó un suspiro de alivio, y dijo sin ninguna ironía: «Ahora ya estoy tranquilo». Y se notaba el alivio en su expresión.

La profesión de médico es el final de una de las carreras más largas que ofrece nuestro panorama académico, sólo superada por la de pianista, que son doce años. Casi los mismos en que el médico se considera un galeno sin muletas de apoyo, porque a los seis años en la Facultad hay que añadir uno o dos en preparar las oposiciones para entrar como Médico Interno Residente. Allí ya le pagan. Muy poco, el equivalente a un empleado de la hostelería, digno trabajo, pero para el que no hay que estudiar y prepararse durante once años. Después, superado el MIR, y lograda o no alguna especialidad, el sueldo sigue sin corresponder a la responsabilidad y preparación. Esa racanería en el sueldo de los médicos la conocen todos los políticos que han gobernado y gobiernan este país, pero ninguno ha llevado a cabo alguna propuesta sobre tan tremenda injusticia.

Eso sí, el político, en cuanto puede, dice que «tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo», y lo dice como si el que se hubiera pelado los codos estudiando, haciendo guardias, entrando en los quirófanos, e informándose en las publicaciones especializadas, fuera él. El sistema es bueno gracias, en gran parte, a la resignación de los médicos con su paga, y a la fidelidad al juramento hipocrático, modernizado en 1948, después de los juicios de Núremberg, donde se pudo escuchar cómo los médicos nazis trataron a algunos prisioneros judíos, hombre y mujeres, mucho peor que si fueran cobayas de laboratorio. Después ha tenido varias revisiones en la Convención de Ginebra, pero la última de 2006 dice, en uno de sus párrafos: «No permitiré que entre mi deber y mi enfermo vengan a interponerse consideraciones de religión, de nacionalidad, de raza, partido o clase».

Hay muy buenos médicos en España. Y sacrificados. Y reconocidos más allá de nuestras fronteras. Algunos aprovechan los fines de semana, toman un avión el viernes a última hora de la tarde, y se marchan a Irlanda donde, entre el sábado y el domingo, logran ingresar el mismo sueldo que la Administración española les abona aquí por todo un mes, y así poder atender a las necesidades de la educación de sus hijos y de su hogar. Hay médicos entregados a sus pacientes, que recorren tierras vacías de personas para atender, un par de veces a la semana, a los habitantes de un pueblo en el que quedan ciento veinte, ochenta o cuarenta vecinos. He estado en esos lugares, los he visto trabajar en consultorios sin equipación, y cuando, en ausencia de ellos, le he preguntado a algún lugareño por la calidad del médico, siempre me han respondido de manera similar: «Es muy buen médico/a, y nos conoce a todos por nuestro nombre». El médico, que lleva a cabo la más científica de las humanidades y la más humanística de las ciencias, sabe que pronunciar el nombre del paciente es un efecto balsámico que consolida la confianza, y el primer paso que conduce a la curación.

Hay jefes de servicio que no desconectan durante el fin de semana y el sábado, o el domingo, se acercan al hospital para ver cómo se encuentra un paciente cuyos estado ha corrido algún peligro. Y hay médicos tan bondadosos que no cuelgan la bata, a pesar de ser agredidos por, supongamos, una negativa a dar un parte de baja laboral, porque no reúne las condiciones.

No hace mucho, el periodista Ernesto Sáenz de Buruaga le preguntaba al expresidente de Gobierno José María Aznar cómo habíamos llegado a un punto en el que los médicos sufrían agresiones, y en algunos hospitales había carteles rogando que no pegaran a los médicos. Y Aznar, asombrado, repreguntó: «¿Es que pegan a los médicos?».

Sí, hay muy buenos médicos en España, que sacrifican su tiempo de ocio para no quedarse atrás en las últimas prácticas sanitarias, o en las vísperas de nuevos avances científicos, o en ir mucho más allá del cumplimiento del deber. Pero junto a ellos, que son mayoría, hay también médicos perjuros, que reniegan del juramento hipocrático, y que han contaminado su vocación con el sectarismo nacionalista.

Un periodista de Barcelona, que no es nada sospechoso de parcialidad, me cuenta un caso presenciado por él, en un centro de salud. La paciente, una iberoamericana con papeles en regla, y contratada laboralmente en una empresa catalana, le solicita al funcionario que, por favor, le cambie de médico. El funcionario le inquiere que cuáles son las causas de la petición, y la mujer, madura y nada insolente, le explica con dulce humildad: «Es que siempre que voy a verle me habla en catalán, y salgo de allí confusa, sin saber si le he entendido bien, porque yo no entiendo bien el catalán».

A la mayoría de quienes lean esto les puede parecer un problema menor, entre otros muchos más trascendentes de la Sanidad, pero a mí siempre me han seducido los detalles, los matices, la anécdota que denuncia la categoría, porque es allí donde se percibe el síntoma de una enfermedad social. Y no cabe duda que el nacionalismo -eso que Juncker, en su despedida denominó «los estúpidos nacionalismos»- ha llegado a contaminar una de las profesiones más hermosas, más reconocidas, más útiles y más necesarias del mundo. Ya ha contaminado al pedagogo -el pedagogo era ese esclavo que llevaba al hijo del patricio a la escuela en la antigua Roma- y ha llegado también a los esculapios de nuestro tiempo, a nuestros galenos, a esas mujeres y esos hombres que nos atienden cuando estamos desvalidos física y psíquicamente, y nos ayudan con su ciencia, y nos apoyan con sus palabras, y nos rescatan de la enfermedad y de la debilidad que lleva consigo. Y admiro tanto a los médicos que la constancia de que se pueda interponer, entre el el médico y el paciente, el sectarismo aplicado a un idioma, me provoca el espanto de la inmensa capacidad de contaminación moral y ética que puede tener el nacionalismo. Si es capaz de corromper, incluso a los médicos, es que estamos ante un espantoso cáncer social.

Luis del Val es escritor.

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