Los bufones sectarios

Soy tan vulgar que me gusta «Rigoletto», una de esas óperas que los exquisitos miran por encima de su hombro, con la suficiencia de quien está de vuelta del siglo XIX. La ópera de Verdi se basa, como casi todo el mundo recuerda, en la obra «El rey se divierte», de Victor Hugo, quien, a su vez, se inspiró en la vida del bufón de la corte de Francisco I, Triboulet.

Este bufón hizo reír a Luis XII y a Francisco I, a quien le hacía tanta gracia que a Triboulet le llamaban «el primo del Rey». Pero los reyes son muy caprichosos y Francisco I le prohibió que hablase mal de las cortesanas y de la reina, orden que, conforme a su carácter, el bufón desobedeció, lo que provocó tal ataque de ira en Francisco I, que le condenó a muerte. Bien es cierto que, aconsejado por personas cercanas, el rey condescendió a que Triboulet, en agradecimiento a los servicios prestados, eligiera la forma en que se haría efectiva la condena. En presencia de Francisco I el bufón no tuvo ni un segundo de duda y eligió «morir de viejo». El rey se echó a reír, le conmutó la pena de muerte, pero le desterró.

Hubo bufones en Grecia y en Roma, y hasta se dijo que el bárbaro Atila contaba con uno de ellos, pero la idea del bufón que tenemos en la actualidad proviene de la Edad Media, junto a los juglares, aunque los bufones han llegado hasta nuestros días, adaptados a las circunstancias sociológicas y políticas.

Una de las características del bufón tradicional es que está cercano al poder, que paradójicamente su supervivencia estriba en criticar al poderoso, y que, conforme a esa proximidad, también puede ser abrasado por ese poder al que fustiga. El bufón contemporáneo, en cambio, está lejano al poder, lo critica desde diferentes ámbitos, pero también crítica a la sociedad, por el tradicional procedimiento de colocar un espejo deformado, donde se exageran las costumbres, lo que provoca la desconcertada risa de quienes son criticados.

Hoy, el bufón contemporáneo no tiene que poseer una anormalidad física, ni vestir de manera diferente y, visto en un restaurante, sentado a su mesa, no se distingue de los otros clientes.

La distinción principal del bufón es su capacidad de observación, unida a su inteligencia. Son personas sagaces, que contemplan lo que sucede a su alrededor, que se hacen preguntas aparentemente simples, pero profundas, y que de ellas nacen reflexiones que, de manera didáctica, divertida y sobre todo exagerada, comunican a los demás.

En España, a caballo de los siglos XX y XXI creo que hemos tenido dos grandes bufones: Albert Boadella y Pedro Ruiz, cada uno de formación y expresión diferente, pero han sido los dos bufones que no han tenido empacho en contar lo que veían, que no han tenido miedo en satirizarlo, y que han caminado por la libertad, su libertad, esa que no está sujeta a los convencionalismos.

La diferencia principal entre el bufón de las sociedades contemporáneas y el de las épocas medievales es que aquél no está en la corte, no vive al lado del poder, y lo critica desde fuera. Está dentro del sistema, eso sí, porque el sistema es el que le permite –desde los medios, desde los teatros– ejercer su labor bufonesca sobre el poder, pero sin depender de él. Más aún, depende de las equivocaciones del poder, de sus tropiezos o de la vanidad de quienes lo ejercen, pero la permanencia de este bufón coetáneo tiene mucha más libertad, por enorme que sea la influencia que tengan los que mandan, que siempre es mayor de la que suponemos.

Albert Boadella ha sido un bufón más intelectual, con todo el peligro que tiene este manoseado concepto, y Pedro Ruiz ha sido un bufón más clásico, más directo, en ocasiones más brutal, y más parecido a las raíces bufonescas en cuanto a la caricatura y la actuación, pero ambos han sido fieles a las raíces de no respetar lo que se considera más respetable.

En los espectáculos de Boadella puede quedar reflejado el papanatismo ante los cocineros –los nuevos sacerdotes de los dioses gastronómicos– o el servilismo ante los virreyes nacionalistas, o la admiración grandilocuente a los directores de teatro, mientras que Pedro Ruiz dispara en forma de hipérboles clarificadoras contra la religión, el sexo, el periodismo, el forofismo futbolístico y, naturalmente, contra los políticos de derecha y de izquierda, o sea, la representación del poder, porque en las sociedades democráticas aparece en el balcón de los dominadores mucho más el político que el banquero.

Hace muy poco ha aparecido un bufón diferente, que no comparte esa universalidad de los objetivos, sino que selecciona sus críticas y, a poco que se le siga, se descubre que mantiene un exquisito cuidado con no zaherir a la izquierda y sus representantes. Vendría a ser el bufón sectario, todo lo contrario de lo que es la principal virtud del bufón, que radica en su irreverencia universal, y que es lo que le prestigia.

El sectarismo es algo inherente a la naturaleza humana y afecta a la población, sean alumnos o profesores, analfabetos o autodenominados intelectuales, y suele contagiar con frecuencia a escritores y periodistas, pero su virulencia no había llegado hasta los bufones. Se trata de un fenómeno nuevo, que no se da en Italia o en Francia, donde algunos de sus famosos bufones han llegado a presentarse a las elecciones, pero, eso sí, desde un despego manifiesto contra el sistema. Los bufones sectarios de España, en cambio, no desprecian el sistema, sino que desprecian que el sistema permita que lleguen al poder quienes no comparten su ideología. Y, claro, hablar de un bufón ideologizado es tan absurdo como referirnos a un médico asesino, o a un sacerdote ateo, algo intrínsecamente antagónico. Su sectarismo les desprovee de credibilidad, pero ellos, dentro del sistema, se garantizan que jamás serán condenados por un Francisco I. Siempre habrá un representante de la cofradía de sectarios a la que pertenecen que les defenderá, porque ellos no están dispuestos a correr el riesgo de los bufones de siempre. Ellos nunca serán Triboulet.

Luis del Val es escritor.

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