Fui violada en la universidad por un chico que parecía agradable y que no era un desconocido. Creo que es una afirmación banal, pero si esa frase te incomoda, entiendo por qué. Lo describo así para señalar lo frecuente que es mi experiencia. En la conversación pública vemos a la violación como un hecho excepcional, algo que solo ocurre en situaciones extraordinarias. La cultura pop, y en particular los procesos policiales, han enseñado a los espectadores a pensar en la violación “real” como algo que desconocidos hacen en callejones oscuros. Pero la realidad es que la mayoría de las agresiones sexuales se producen en situaciones en las que las víctimas conocen a sus agresores.
Estaba pensando en esto mientras unos amigos y yo hablábamos del terrible caso de Gisèle Pelicot, cuyo esposo de muchos años, Dominique Pelicot, la drogó repetidamente e invitó a decenas de hombres a su casa para que la violaran. Más de 50 hombres están siendo juzgados —de edades muy diversas, algunos veinteañeros y otros septuagenarios— por violarla mientras estaba inconsciente.
En Nueva York, la semana pasada, Sean Combs, también conocido como Diddy, compareció ante el tribunal acusado de tráfico sexual y asociación ilícita. Los fiscales afirman que contrató a trabajadores sexuales para que participaran en fiestas que él denominaba freak offs, y luego forzó a esas personas, con drogas y amenazas, a realizar actos sexuales. Esto sigue a la revelación en mayo de un video de 2016 que lo mostraba arrastrando del pelo a su entonces novia Cassie Ventura y golpeándola en el pasillo de un hotel. (Ella más tarde presentó una demanda contra Combs que él resolvió rápidamente con un acuerdo).
Los casos son tan dramáticos y su escala es tan abrumadora que es fácil ignorar lo mucho que tienen en común: ambos están protagonizados por hombres que han sido acusados o han confesado haber violado o abusado de mujeres que decían amar (una esposa, una novia). Combinados, los casos implican a decenas de hombres acusados de permitir estos actos e incluso de participar cuando pensaban que se saldrían con la suya.
También es fácil pasar por alto lo mucho que estos casos tienen en común con la vida cotidiana.
Decir que los hombres que maltratan a las mujeres las deshumanizan podría sonar obvio, pero hay que detenerse a pensar en lo que significa, literalmente: creen que las mujeres no tienen características humanas básicas como la racionalidad y la razón. Estos hombres también cosifican a las mujeres, algo que todos entendemos coloquialmente pero que algunos psicólogos definen como asociar a las mujeres con cosas: verlas principalmente como cuerpos y no como seres sensibles con plena humanidad.
Los elevados índices de abusos que sufren las personas que se dedican al trabajo sexual y los delitos concretos de los que se acusa a Combs exigen creer que los clientes no pagan por un servicio, sino que alquilan un objeto con el que pueden hacer lo que quieran. En el caso de Pelicot, su esposa era una propiedad. De hecho, algunos de los hombres que la violaron usaron eso como defensa legal; asumieron que, como marido de ella, Pelicot podía concederles permiso para violar su cuerpo.
Uno de los factores que predicen la violencia sexual en las relaciones de pareja es si los hombres consideran que sus parejas tienen poca capacidad cognitiva o poco valor. O dicho sin rodeos, si piensan que sus parejas son estúpidas y tienen poco valor para la sociedad más allá de su capacidad para reproducirse y ayudar a los hombres.
A la distancia, estas opiniones parecen escandalosas, incluso incomprensibles. Pero considerar a las mujeres infrahumanas e inferiores no solo se tolera en gran parte de la cultura estadounidense, sino que forma parte esencial de ella, como demuestran la doble moral en el lugar de trabajo, la hipersexualización de las mujeres que son figuras públicas y el modo en que el éxito de las mujeres (mayor asistencia a la universidad, por ejemplo) se presenta sistemáticamente como un problema de los hombres. Todos estos factores revelan una creencia subyacente de que el principal valor de las mujeres reside en su utilidad para los hombres.
Hay subculturas en las que este punto de vista está consagrado. Lo sé porque crecí en una de ellas.
Como bautista del sur de Estados Unidos, me educaron en la creencia de que las mujeres eran compañeras de ayuda, subordinadas a los hombres, y que el versículo bíblico que a menudo se interpretaba como “Esposas, sométanse a sus propios esposos” tenía solo obligaciones recíprocas superficiales. Yo era una adolescente conservadora, pero incluso entonces me molestaba que mi madre me dijera que debía aprender a cocinar porque algún día tendría que hacerlo para mi marido. (Recuerdo haber pensado: “¿Se espera que me case con alguien tan limitado que no sepa cocinar?”). Pero recibí el mensaje, muy claro, de que mi valor para los hombres era exclusivamente como esposa y madre.
Mis amigas y yo hablamos a menudo del caso de Gisèle Pelicot. ¿Cómo es posible que un hombre al que ella conocía profundamente, amaba y en el que confiaba desde hacía décadas, le hiciera esto? La explicación fácil es que su marido es un psicópata, un caso atípico.
¿Pero qué hay de los 50 hombres que están siendo juzgados ahora por haberse unido a él? ¿Las muchísimas personas del entorno de Diddy que podrían haber dicho algo sobre su violencia y no lo hicieron y que, según los fiscales, participaron en sus freak offs? Puede que estas acciones infrinjan la ley, pero no hacen más que estirar los códigos sociales que con más frecuencia recompensan a los hombres por su poder sobre las mujeres.
Cada vez que escribo sobre estos temas, recibo correos electrónicos afirmando que odio a los hombres. Me dicen “feminazi”, que soy una persona que morirá sola, fea y sexualmente insatisfecha y sin hijos. (Tengo marido y un hijo, pero estos tipos no usan Google.) Me llaman estúpida y me aseguran que podrían ponerme en mi lugar, social, profesional o físicamente.
Imagino que algunos de los hombres que escriben esos mensajes son psicópatas. Pero la mayoría probablemente no lo sean. Simplemente se sienten con derecho a deshumanizar a las mujeres porque hay pocas consecuencias para ello. Su misoginia no tiene nada de especial.
Por eso, cuando pienso en estos dos impactantes casos, no pienso en Diddy principalmente; ni siquiera en Dominique Pelicot. Pienso en los hombres a su alrededor. Pienso en quienes van a fiestas y obligan a las mujeres a hacer cosas que no quieren. En los hombres que se presentan en casa de una familia y se sirven del cuerpo de una mujer sin preguntarse por qué está inconsciente. En los hombres de toda nuestra cultura que se dicen a sí mismos que tienen derecho a usar o abusar de las mujeres y que las mujeres les deben placer sexual y deferencia. Y pienso en los hombres —y a veces mujeres— de su entorno que refuerzan esas ideas.
No creo que mi violador fuera un psicópata. Era un tipo que encontró la manera de justificar su comportamiento. Debe ser fácil hacerlo cuando los hombres que te rodean hablan de las mujeres como cosas que hay que conquistar e incluso intercambian estrategias manipuladoras sobre cómo hacerlo, todo bajo el pretexto de crear vínculos de fraternidad.
Las historias que aparecen en los titulares son imprevisibles, pero no lo son las actitudes que posibilitaron estos horrores y permitieron a esos hombres salirse con la suya durante tanto tiempo. Son omnipresentes, incluso entre hombres que podrías conocer y amar.
Elizabeth Spiers, colaboradora de Opinión, es periodista y estratega de medios digitales.