Los catalizadores de la corrupción

Por José María Ruiz Soroa, abogado (EL PAÍS, 13/04/06):

Qué duda cabe de que la corrupción de los servidores públicos tiene nombre y apellido, que tiene en su derredor una trama concreta de intereses y de desaprensivos en pos del enriquecimiento fácil e inmediato, y que es sobre ellos sobre los que debe actuar la justicia. Sin embargo, la evidencia de esos políticos venales y de esos oscuros intereses que amontonan una riqueza, hiriente por su misma ostentosidad, no debiera hacer olvidar que la corrupción, como aquellas reacciones químicas que nos intentaban enseñar en el colegio, sólo se produce en presencia de ciertas condiciones, que se denominan catalizadores. Es la presencia de éstos la que posibilita que la combinación de comportamientos individuales pueda dar lugar a un fenómeno de corrupción de tan largo alcance como el que estos días conocemos en Marbella. Por eso es bueno examinar la clase concreta de catalizadores que aparecen en la corrupción dentro de la administración municipal del urbanismo.

El primer catalizador es la concurrencia de una situación económica muy concreta: la transformación de un determinado bien, que en principio es abundante y de bajo valor intrínseco, en un bien escaso que, por estar sometido a una fuerte demanda externa, adquiere por ello un altísimo valor de mercado. Me refiero, naturalmente, al suelo urbanizable. España es en principio un desierto demográfico si comparamos su territorio con el del resto de Europa al norte de los Pirineos. Es decir, que sobra lo que pudiéramos denominar suelo en bruto. Sin embargo, el suelo que cuenta operacionalmente no es ése, sino el suelo urbanizable, aquél en que la autoridad competente considera que puede construirse. Y éste es muy escaso y, por tanto, adquiere un altísimo valor de cambio.

¿Cómo se transita de una situación de suelo bruto abundante y de escaso valor a otra de suelo urbanizable de elevadísimo precio? Pues a través de una serie de decisiones puramente administrativas, confiadas a los políticos y funcionarios del ámbito municipal o local, que pueden convertir en valiosos terrenos que eran yermos, o mantener otros fuera de todo posible mercado, por medio de su lápiz decisorio. Las condiciones ideales para que los intereses económicos implicados en la industria de la corrupción contemplen la posibilidad de influir en la decisión administrativa aparecen de inmediato: unas pocas personas pueden por su sola decisión atribuir un enorme valor de cambio a un bien, o negárselo de plano. Es obvio que la más mínima racionalidad económica obligará a esos intereses a intentar influir en la voluntad de quienes disponen de tal lámpara del tesoro. E igualmente es obvio que surgirán interesados en obtener una parte de esa plusvalía que tan fácilmente se crea. Esperar lo contrario sería literalmente irreal.

Pero es que hay más elementos catalizadores: la génesis de la escasez del suelo urbanizable no es un capricho arbitrario de los rectores de la Administración, sino que están incentivados por el propio sistema financiero público para mantener permanentemente la escasez. En efecto, una parte sustancial de la financiación de la Administración local adviene a través de la reserva y gestión del suelo urbanizable, de forma que estas administraciones tienen un interés directo en mantener el régimen de suelo escaso y caro. Otro sistema redundaría en pérdidas de financiación pública. De esta forma, todos los elementos empujan al resultado final de que un bien muy demandado se convierta en un bien muy escaso.

A lo anterior se une la hiperregulación legal sobre la materia: la construcción y toda la actividad que la rodea está sometida a una legislación abundante y compleja, que se traduce en la práctica en la necesidad para el promotor de superar una serie de esclusas administrativas, que adolecen todas de la posibilidad de un cierto grado de arbitrismo por parte de quienes deciden. Ninguna de ellas es una decisión totalmente tasada o de un automatismo predecible, sino que en todas concurre un factor variable de buena voluntad por parte del que decide. La sobrerregulación de la actividad trabaja, entonces, como un nuevo catalizador de posibles fenómenos de desviación de poder.

La conclusión a la que se llega con este extraño sistema es la de que España dispone del sistema de gestión del suelo más ineficiente de toda Europa, en cuanto que no logra suministrar suelo barato a la alta demanda existente. Y ello a pesar (¿o precisamente por causa de?) de un intervencionismo reglamentario elevadísimo. Se justifica teóricamente en la necesidad de ordenar de forma racional el proceso con criterios de interés general, pero produce unos resultados muy desviados de ese fin y, además, sirve de catalizador a fenómenos de desviación corrupta del poder. Sobra suelo y, sin embargo, estamos destrozando el medio ambiente con una intensidad superior a la del resto de Europa.

Otro hecho que opera probablemente a favor de los fenómenos de corrupción es la cercanía entre el poder público decisorio y los intereses económicos operativos. El hecho de que las decisiones se adopten por cargos políticos de nivel local, con una preparación técnica limitada, con una dedicación a lo público que no es profesional y que viven en el mismo entorno en el que actúan los intereses. El principio, tan ensalzado desde ciertas ópticas políticas, de proximidad entre quien decide y el ciudadano, puede volverse en contra de la corrección de la decisión misma. Esto es algo muy sabido en la teoría democrática desde antiguo: por eso los griegos, cuando confiaban funciones decisorias al ciudadano común, lo hacían con la condición de someter a posteriori sus resoluciones a un temible y exigente juicio de residencia, lo que hacía que los ciudadanos se lo pensaran dos veces antes de aceptar entrar en el sorteo de cargos.

Y por último, visto lo visto en Marbella y otros muchos municipios (¿recuerdan Castro Urdiales?), hay un catalizador de tipo político que es casi universal para los fenómenos de corrupción de los administradores: el populismo, esa práctica consistente en ofrecer soluciones y beneficios inmediatos a cambio del voto, practicada normalmente por grupos de ciudadanos que se declaran al margen y por encima de los partidos. La práctica populista es un caldo de cultivo para la corrupción, porque siempre conlleva el dejar manos libres al líder o cacique de turno a cambio de los resultados que promete. Por cierto, que el hecho de que los ciudadanos de Marbella hayan caído con tanta fruición en esa práctica arroja serias dudas sobre su capacidad como electores y aconsejaría (si ello fuera posible en nuestra legalidad) someterles al régimen de gestora externa no unos meses, sino varios años. Porque también el pueblo es, a veces, culpable de los desaguisados.