Los ‘chalecos’ de la ira, un año después

"Hemos estado a punto de caer”, le dijo Patrick Strzoda, jefe del Gabinete del presidente de la República, a Emmanuel Macron según aterrizaba este en París, procedente de la cumbre del G20 en Buenos Aires, el 2 de diciembre de 2018. Era el día después del Acto III de los chalecos amarillos. Para los periodistas Cécile Amar y Cyril Graziani, autores de Le peuple et le président (El pueblo y el presidente), Strzoda se refería “claramente” a la caída de la República y del Estado. Junto con la vandalización y el saqueo sin precedentes del Arco de Triunfo, uno de los símbolos de la República, centenares de incendios, detenidos y heridos —fundamentalmente en París, pero también en otras ciudades francesas— convirtieron la jornada del 1 de diciembre en un infierno para las fuerzas del orden.

Unos días más tarde, durante su visita a Puy-en-Velay, donde ardió parcialmente la prefectura, Macron pudo comprobar en carne propia la cólera de un pueblo que manifestaba sentirse no escuchado por un presidente de la República percibido como arrogante y displicente. Tras abandonar el edificio calcinado, los vehículos de la comitiva presidencial fueron perseguidos por las calles al grito de “¡Macron, muérete!”. El presidente quiso parar y dar la cara, pero sus asesores se lo desaconsejaron. Quizá no les faltó razón. Según testimonios posteriores de los chalecos que acosaron a la comitiva, si el presidente hubiera salido de su vehículo, hubieran tratado de lincharlo allí mismo.

Tras el fracaso de las primeras concesiones económicas anunciadas por Macron el 10 de diciembre, el presidente se encerró en un Elíseo bunkerizado ante la amenaza de que los chalecos tomaran el palacio presidencial, incluso a través de las alcantarillas. Desde allí, un Macron visiblemente afectado por los acontecimientos, comenzó a idear una respuesta más sosegada a la cólera popular. El lanzamiento del Gran Debate Nacional el 15 de enero de este año con la intención de recabar de primera mano las preocupaciones de los franceses fue recibido con escepticismo por numerosos sectores, empezando por los chalecos. Si cabe, sirvió para transmitir el mensaje de que el presidente trocaba el aislamiento por un gesto de acercamiento al pueblo. Otro incendio, el de la catedral de Notre Dame el 15 de abril, cuando Macron iba a anunciar los resultados del Gran Debate, sirvió al Ejecutivo para aparcar discretamente las pugnas del presente y aglutinar emocionalmente a la población en torno a este símbolo milenario de la nación francesa. En septiembre pasado, un Macron de aspecto distendido ofrecía una larga entrevista a la revista Time en la que confesaba que hubo un antes y un después de la crisis de los chalecos: “Mi reto es escuchar a la gente mucho mejor de lo que lo hice al principio. Tener un método que no sea solo reformar para el país, sino reformar con el país”.

Un año después de las primeras movilizaciones, un 55% de los franceses, según un sondeo reciente, mira con buenos ojos al movimiento de los chalecos que sigue manifestándose cada sábado en algunas ciudades francesas, si bien, normalmente, sin superar unos pocos cientos de asistentes. Unas ascuas, coinciden los analistas, que pueden reavivarse con la inquietud que genera la reforma de las pensiones anunciada por el Ejecutivo y el malestar de diversos colectivos sociales —entre ellos, los estudiantes universitarios tras la dramática autoinmolación de un joven estudiante asolado por la precariedad—. (Cuando escribo esto, aún no se ha producido el Acto 53, convocado para el sábado 16 de noviembre para celebrar el primer aniversario del movimiento y que muy probablemente será nutrido).

Escribía George Sorel, teórico francés del sindicalismo revolucionario, en sus Reflexiones sobre la violencia (1907) que “no hay que preguntarse si [LA VIOLENCIA] puede tener para los trabajadores contemporáneos más o menos ventajas una diplomacia inteligente, sino preguntarse qué resulta de introducir la violencia en las relaciones del proletariado con la sociedad”. En una república como la francesa, erigida sobre un acto revolucionario, la violencia que comete el pueblo, o una parte de él, tiene un valor potencialmente distinto que en otros contextos.

La Constitución de 1793, sin valor jurídico en la actualidad, que invocan algunos chalecos amarillos, reconoce la insurrección como “el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes del pueblo” cuando el Gobierno viola sus derechos. Es quizá la conciencia de este legado la que explica, no solo la aguerrida determinación de este movimiento, sino también el umbral relativamente alto de tolerancia para con la violencia del pueblo por parte de la sociedad francesa. Así, decía Macron en su entrevista que a los franceses “les gusta el liderazgo y quieren matar a los líderes”. ¿Estaríamos ante una paradoja destructiva? ¿O ante la aceptación cultural de la violencia colectiva como elemento latente que contribuye a garantizar el equilibrio de poder entre la mayoría social y la minoría que gobierna?

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics.

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