Los ciudadanos están hartos

Personal médico en México protestó el año pasado después de de la muerte de un colega por la falta de equipo de protección y otros suministros para tratar a los pacientes con covid. Credit Jose Luis Gonzalez/Reuters
Personal médico en México protestó el año pasado después de de la muerte de un colega por la falta de equipo de protección y otros suministros para tratar a los pacientes con covid. Credit Jose Luis Gonzalez/Reuters

Septiembre fue turbulento: más de 200 australianos fueron detenidos durante protestas en toda la ciudad y se declaró una zona de exclusión aérea temporal sobre Melbourne. La policía antidisturbios tailandesa lanzó balas de goma y gas lacrimógeno contra una multitud enfurecida. Trabajadores sanitarios en Canadá f ueron agredidos. Hubo concentraciones de hasta 150.000 personas en los Países Bajos.

La pandemia ha coincidido con un aumento de protestas en todo el mundo. En los últimos 18 meses, la gente ha salido a la calle en India, Yemen, Túnez, Esuatini, Cuba, Colombia, Brasil y Estados Unidos. El Proyecto de Datos de Ubicación y Eventos de Conflictos Armados informa que el número de manifestaciones a nivel mundial aumentó un siete por ciento de 2019 a 2020 a pesar de los confinamientos ordenados por el gobierno y otras medidas diseñadas para limitar las reuniones públicas.

¿Qué está impulsando este descontento internacional?

Algunos expertos sostienen que se trata de la pandemia. Los habitantes de los países más pobres protestan por la falta de vacunas disponibles o de equipos de protección personal, mientras que los de los países más ricos se oponen a las violaciones de las libertades civiles que perciben.

Sin embargo, las manifestaciones continuas, tanto en los países pobres como en los ricos, no pueden explicarse simplemente como reacciones a la pandemia. La presencia de levantamientos simultáneos en países con distintos niveles de ingresos, tipos de gobierno e importancia geopolítica indica una desilusión más profunda: la pérdida de fe en el contrato social que da forma a las relaciones entre los gobiernos y sus pueblos. En pocas palabras, los gobiernos actuales parecen incapaces de ofrecer una gobernanza representativa y eficaz. Y los ciudadanos están hartos.

El aumento de las manifestaciones a nivel mundial comenzó en realidad mucho antes de la pandemia. Tras el colapso económico de 2008, las manifestaciones masivas —incluyendo Occupy Wall Street y la Primavera Árabe— exigieron un replanteamiento fundamental del contrato social impuesto tras la Guerra Fría entre los gobiernos y sus pueblos. Desde el anuncio del presidente George H. W. Bush de un nuevo orden mundial en 1990, este contrato se basaba en gran medida en la idea de que las políticas centradas en el mercado conducirían a la prosperidad y la paz del mundo.

No obstante, la crisis financiera de 2008 puso de manifiesto las deficiencias de este contrato social. Las protestas, de carácter tanto político como económico, exigieron que los gobiernos respetaran los derechos básicos de los ciudadanos y abordaran la creciente brecha entre los que tienen y los que no tienen. En todo el mundo, tanto los líderes autoritarios como los democráticos respondieron a la crisis financiera con políticas más neoliberales, como la austeridad presupuestaria y la privatización de los servicios del sector público, políticas que no hicieron más que avivar la ira popular.

Ahora, esa frustración se ha trasladado a las manifestaciones por la pandemia de la covid. Aunque muchas manifestaciones invocan explícitamente a la pandemia, la mayor preocupación latente es la incapacidad de los gobiernos modernos para servir a la mayoría de sus poblaciones, sobre todo a las clases medias y pobres. Este fracaso se hace visible por el creciente número de monopolios, el poder político cada vez mayor de las corporaciones, el incesante aumento de la desigualdad económica y las políticas que están exacerbando el cambio climático.

Si añadimos las respuestas fallidas a la pandemia de covid, no es de extrañar que los ciudadanos tengan poca confianza en que sus líderes, elegidos o no, puedan afrontar esos retos. Después de que el presidente de Colombia, Iván Duque, intentó reformar el sistema de salud en abril y aplicar nuevos impuestos, incluso cuando la pandemia repuntaba, hubo manifestaciones masivas y bloqueos en las principales carreteras durante semanas. Como explicó una activista a la BBC: “No se trata solo de una reforma fiscal, ni de la reforma al sistema de salud, ni de todas las demás leyes. Es la gente que muestra el descontento que siente desde hace tiempo”.

El mal manejo de la covid es solo la ofensa más reciente.

Al principio de la pandemia, los expertos debatieron si serían las democracias o las autocracias las que estarían mejor preparadas para gestionar la crisis. Diecinueve meses después, está claro que ambas han tenido problemas. La democracia, al menos en su forma neoliberal dominante, da prioridad a los derechos de los individuos y las corporaciones mientras ignora las necesidades básicas del cuerpo social. Los gobiernos autoritarios —incluso en países con sistemas de bienestar sólidos— no pueden responder con eficacia sin avivar el resentimiento popular debido a su dependencia de la fuerza para garantizar el cumplimiento.

Por ello, tanto Sudáfrica, alguna vez un modelo de democracia neoliberal y ahora sumida en la corrupción, como Cuba, un dechado de autoritarismo asistencialista que en un principio respondió mejor de lo esperado ante la covid, en estos días han enfrentado desafíos sustanciales a su liderazgo.

Las fisuras en el contrato social no son nada nuevo. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, cuando los activistas presionaban a los poderes coloniales y luego comunistas para que plantearan una estructura social diferente, no existen alternativas buenas y obvias capaces de desafiar el actual consenso neoliberal.

Volver al statu quo pre-COVID-19 a nivel mundial no es una opción. La pandemia es, en esencia, un reto social. Todo reto social requiere una respuesta colectiva, y toda empresa colectiva requiere confianza. En muchos países, la confianza en el gobierno se ha visto afectada por los líderes que confían en las soluciones basadas en el mercado en detrimento de la mayoría de los ciudadanos. Un estudio del Centro de Investigaciones Pew muestra que la confianza de los estadounidenses en su gobierno ha descendido al 24 por ciento en comparación con un promedio del 54 por ciento en 2001.

La confianza del público sigue siendo alta en algunas democracias ricas con programas sólidos de bienestar social, como Nueva Zelanda y los países nórdicos. Allí, los gobiernos han sido celebrados, con razón, por su respuesta a la covid y han enfrentado pocas protestas. No obstante, incluso los países más pobres donde la confianza en el gobierno es alta, como Bangladés y Vietnam, y el estado indio de Kerala, han logrado mejores resultados y han experimentado menos disturbios que sus pares centrados en el mercado. En particular, Vietnam y Kerala se han alejado de las políticas económicas neoliberales.

La confianza social es una cosa muy valiosa. Puede llevar generaciones construirla, pero puede perderse en un instante. Por eso es probable que las manifestaciones continúen donde la confianza siga siendo baja, ya sea por una respuesta fallida a la pandemia de covid o por otras crisis como el cambio climático, las instituciones políticas disfuncionales y la codicia de las empresas.

La pandemia ha evidenciado la desconexión entre los gobiernos y sus ciudadanos. Los pobladores ahora exigen un mundo diferente, más justo.

Zachariah Mampilly es profesor en la Escuela Marxe de Relaciones Públicas e Internacionales en la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Es coautor de Africa Uprising: Popular Protest and Political Change.

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