Los colores de la corrupción

¿Qué es la corrupción? Aunque parezca mentira, no está del todo claro. Ni siquiera cuando hablamos de corrupción política. Los expertos en el asunto manejan definiciones que admiten muchas dudas: para los partidarios de una visión amplia, se trata de abusos que contravienen la moral vigente con el fin de obtener beneficios particulares; para los que prefieren concretar más, son actos que violan la ley e implican el enriquecimiento de los corruptos. Pero, ¿qué ocurre cuando las costumbres aceptan que los responsables públicos rebañen algún botín? ¿No hay entonces corrupción? ¿Y si las leyes no previeran ciertos casos de saqueo? Cualquier definición cojea.

De todas formas, lo que parece probado es que la corrupción afecta de manera directa al funcionamiento de las instituciones políticas y, con especial saña, al de los regímenes democráticos, más transparentes. La abundancia de corruptelas acaba con la igualdad entre los ciudadanos, erosiona la eficacia de Gobiernos y Administraciones y degrada las condiciones que permiten el crecimiento económico sano. Aunque el mayor daño que ocasiona a las democracias reside en el deterioro de su legitimidad. Es decir, provoca eso que llamamos desafección, un distanciamiento casi insalvable entre la ciudadanía y las élites políticas que pone en peligro la cohesión comunitaria y desemboca en un escepticismo abstencionista, obstáculo para el progreso del sistema representativo.

Estos efectos han barrido España en la última década. Las encuestas nacionales y europeas lo muestran de un modo contundente: en torno al 90% de los españoles piensan en la actualidad que la corrupción es uno de los principales problemas del país y que contamina todos los niveles de Gobierno. Algunos de sus mejores conocedores, como Manuel Villoria y Fernando Jiménez, opinan con acierto que esta percepción se ha agudizado porque ahora se persigue mejor a los delincuentes y porque el bombardeo de noticias sobre procesos judiciales extiende la desconfianza y refuerza viejos prejuicios. Eso sí, aquí la corrupción no se vincula con el crimen organizado y casi nadie confiesa haber pagado sobornos. Pero las impresiones sobre la putrefacción política resultan desoladoras.

En una célebre tipología, el politólogo norteamericano Arnold J. Heidenheimer hablaba de corrupción de varios colores: la blanca, tolerada por la sociedad y por las élites; la gris, envuelta en discrepancias y ambigüedades; y la negra, que se cree inaceptable y por tanto punible. La mera observación nos dice que un mismo comportamiento, blanco durante mucho tiempo, puede teñirse de gris en un momento dado y más tarde ennegrecerse; o al revés. Y eso es lo que ha ocurrido en España: ciertos hábitos, como las donaciones empresariales a los partidos o los repartos partidistas en las cajas de ahorros, se han oscurecido de repente, para desconcierto de quienes los frecuentaban. Aun así, sigue habiendo zonas bastante blancas o apenas grisáceas, como el nepotismo y las prácticas clientelares, producto de una cultura política que hunde sus raíces en el siglo XIX, si no antes. La recomendación engrasa todavía demasiadas decisiones.

El hartazgo de la opinión pública, motivado por una mezcla endiablada de penalidades económicas y escándalos continuos, exige medidas para castigar a los culpables y prevenir recaídas. Debemos aprovechar la oportunidad para mejorar la calidad de las instituciones democráticas y volver a legitimarlas. Incluso los estudios más benévolos —como el de la Unión Europea publicado en febrero— señalan con precisión dónde están los problemas: en los políticos más que en los funcionarios, en la financiación de los partidos, en los gastos y contrataciones de las Administraciones regionales y locales y en sus competencias urbanísticas, pervertidas por la locura inmobiliaria. Y no solo entre los corruptos, sino también entre los corruptores que les rodean.

Además de aplaudir a los jueces valientes que persiguen a los poderosos corrompidos, parece pues urgente abordar al menos unas cuantas tareas: taponar los circuitos irregulares por los cuales se financian los partidos, fortalecer los mecanismos independientes de control sobre comunidades y Ayuntamientos, y arrebatar a estos últimos la capacidad para recalificar terrenos y disparar su valor de un día para otro. Y, claro está, sacar a los imputados de las listas electorales, como pedía el movimiento 15-M: botarlos en vez de votarlos. Han de multiplicarse las presiones para que estos cambios se produzcan, porque, en caso contrario, corremos el riesgo de que las corrupciones que hoy indignan a los españoles logren atravesar la crisis y pierdan sus tintes más oscuros para ser consentidas de nuevo. De que lo negro se vuelva gris.

En 1995, cuando se vivía la anterior oleada de escándalos, Javier Pradera volcaba algunas de estas ideas en un magnífico texto sobre los partidos políticos —organizaciones opacas y proclives a incumplir las normas que ellas mismas aprueban— y recomendaba democratizar sus entrañas (La maquinaria de la democracia. Los partidos en el sistema político español, Claves de Razón Práctica, 58, 16-27). Veinte años más tarde, su diagnóstico sigue en pie, pero el mal ha crecido. La tramposa prosperidad del periodo 1995-2007 incrementó las ocasiones para delinquir y, al mismo tiempo, blanqueó las ilegalidades. Que no pase otra vez.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid y autor de Romanones. Caciquismo y política liberal (Madrid, Alianza, 1998).

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