Los compañeros españoles envían un mensaje de superamor a los camaradas cubanos

A todos los escritores les reserva la vida un puñado de historias insólitas. Por aquello de Tolstoi («todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desdichadas cada una a su manera»), los escritores tienden a prestar atención a las historias tristes. En arte la fealdad y el caos suelen ser más fotogénicos que la belleza. Claro que a veces dentro de una historia trágica se desarrolla otra feliz, al modo en que la delicada perla crece entre las hoscas valvas de una ostra. Una de estas historias sucedió hace más de 30 años.

Al otro lado del teléfono estaba Pierre Menard, «autor del Quijote», el personaje de Borges (aquel que queriendo reescribir el Quijote acabó copiándolo tal cual, sin cambiar una tilde). No tenía acento francés, como cabría esperar. Ni argentino. Y, naturalmente, tampoco se llamaba Pierre Menard.

«Disculpe usted, señor. Verá, me llamo Luis de Luis».

El acento era cubano (o sea, seguramente una tragedia) y la voz la de una persona mayor; firme y segura, no obstante el terciopelo del Caribe. Fue al grano: «¿Tiene usted computadora?».

Los compañeros españoles envían un mensaje de superamor a los camaradas cubanos
TOÑO BENAVIDES

Había dedicado los tres últimos años de su vida a copiar el Quijote. Poquito a poco, añadió para restarse mérito. Ya lo había terminado.

El Quijote es uno de los libros que más locos imanta (basta darse una vuelta por los departamentos universitarios). Creo que me leyó el pensamiento. De modo que se apresuró a aclarármelo: «Me ha ayudado Aurora Bautista, ¿la conoce?». Advirtió al momento que igual esto último ponía peor las cosas. Carraspeó y su voz perdió pie. Se produjo un silencio expectante. Si por alguien siente uno respeto es por los locos (incluidos los académicos). «¿Sabe? Es mi amiga», susurró apenas. Comprendí que quería decirme que era más que una amiga, pero que un caballero como él no se referiría a ella como su mujer (porque no estaban casados), ni su novia (por no tener ya años ninguno de los dos para esos martelos), ni su amante ni mucho menos su querida. Y supe por el tono que aquella confidencia era verdad. La actriz le dictaba por las tardes y él iba tecleando en el primer mackintosh que hubo en Madrid (el tercero fue el mío). Lo había hecho por gratitud, aseguró, a ese libro, a Cervantes y a la lengua española que él hablaba.

No era un hombre especialmente culto ni leído. De verdad de verdad le interesaba únicamente el Quijote y poco más (por eso había llegado a Las vidas de Miguel de Cervantes, que yo había publicado por entonces). Quería regalarme los disquetes. Pensaba que me serían de utilidad (y lo fueron, seguramente la primera copia digital hecha en España). Pero el verdadero regalo fue su amistad, que ha durado hasta su muerte, hace tres años.

Había salido de La Habana a los pocos meses de la Revolución. Lo perdió todo, la empresa familiar (un próspero negocio de desguaces navales y chatarras), su casa (un palacete en el Vedado) y sus cuentas bancarias. Salió con una mano delante y otra detrás. Era joven y empezó de la nada en los Estados Unidos. Llegó a consejero de tres o cuatro bancos y se dedicaba, ya jubilado, a hacer producir las fortunas de sus amigos y la suya propia. Para pasar el rato. Los almuerzos con él y con Aurora en los clubs exclusivos de los que era socio resultaban de lo más divertidos: «¿Pero cómo vas a ser roja tú, después de las películas que has hecho?», le decía para hacerla rabiar. «Mira, Luis, no se puede ser tan franquista».

A los tres o cuatro años de aquello, el último Gobierno de González mandó a La Habana a una colla de escritores y editores españoles. Importantes, de gran viso. De teniente coronel para arriba. La víspera del viaje les falló uno, y una amiga que trabajaba en el Ministerio de Cultura me coló, aunque yo achicaba mucho el escalafón.

Llegamos en pleno «periodo especial», desabastecimiento, balseros, paladares, mercado negro. En la comitiva española había de todo. Marsé preguntaba al que se dejaba, también a Antón Arrufat, que se había pasado 15 años en el gulag cubano por «disidente y marica»: «Pero Fidel es una persona honrada, ¿verdad que sí?». Los que ya habían estado más veces en Cuba no lo llamaban Fidel. Se referían a él como «el comandante». Un Che2. A uno de estos le oímos contar su disgusto por haberse tenido que acostarse la víspera con su jinetera, una menor, seguramente, en la misma habitación donde agonizaba la abuela. Separados por una manta colgada de una cuerda. «Tremendo», maldecía su suerte.

Un día quise acercarme a la casa que había sido de mi amigo. Un homenaje. Cuando me encontraba cerca se produjo un apagón general. Habituales, igual que ahora. Impresionaba caminar por La Habana en medio de la noche, a oscuras. Como las ratas. Fidel, el comandante, lo había destruido todo por fuera y por dentro. Casas y almas. Todo un país humillado, emputecido, sin dignidad, eso sí, con salseos y maracas en cada esquina. Siguen igual. «No todos». Desde luego, como hace 30 años. Nuestro Gobierno ha querido enviarles un mensaje de superamor a los camaradas del Gobierno cubano: «Nuestros trenes casi funcionan ya como vuestra red eléctrica allí, y la televisión pública, que acabamos de okupar, igual o mejor».

Es cierto. España está solo a un corto paso de aquellos televisados discursos de ocho horas de Fidel Castro, reescritos sin cambiar una tilde por Ese, nuestro resiliente Pierre Menard, nuestro comandante en jefe, «el puto amo».

Andrés Trapiello, escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *