Los cosmopolitas de la política monetaria

¿Se imaginan a un ciudadano francés elegido presidente de los Estados Unidos? ¿O a un japonés como primer ministro del Reino Unido? ¿O un mexicano, canciller de Alemania? Probablemente no. De hecho, aun si no hubiera impedimentos legales, resulta difícil imaginar que los votantes de una democracia designen a un extranjero para ocupar el cargo más importante del gobierno de su país.

Pero a lo largo de los últimos años, cada vez más países eligieron extranjeros y personas con considerable experiencia en el exterior para asumir lo que en general se considera la segunda posición más importante dentro de un país: la jefatura del banco central. ¿A qué se debe este cambio? ¿Es algo para celebrar o para desalentarlo?

Por ejemplo, Stanley Fischer (propuesto en enero por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, para suceder a Janet Yellen en la vicepresidencia de la Reserva Federal) es un inmigrante del sur de África, naturalizado estadounidense, que se desempeñó como director del Banco de Israel desde 2005 hasta el año pasado. Y en julio de 2013, Mark Carney, un canadiense que fue director del banco central de su país de origen, se convirtió en el primer director extranjero del Banco de Inglaterra en sus casi 320 años de historia.

También tenemos al prestigioso director del banco central de Irlanda, Patrick Honohan, que pasó casi una década trabajando para el Banco Mundial en Washington, DC. Uno de sus subdirectores es un sueco con antecedentes en la Autoridad Monetaria de Hong Kong; el otro es francés.

Es un cambio importante respecto de la tradición de reservar las posiciones de liderazgo de los bancos centrales para personas que hayan hecho la mayor parte de sus carreras dentro del banco. Una tradición que hizo posible que, con el tiempo, los bancos centrales sucumbieran al influjo del “pensamiento de grupo”. Y el arraigo de ideologías o modos de pensar particulares llevó a los encargados de la política monetaria a desaprovechar cada vez más (por inercia o por elección) las oportunidades de cambiar, fortalecer y mejorar la marcha de estas instituciones fundamentales.

Por el papel clave que tuvieron los bancos centrales en la recuperación posterior a la crisis económica global de 2008, quedó demostrado que la política monetaria debe ser flexible e innovadora; y es allí donde las perspectivas diferentes que trae un extranjero pueden ser útiles.

Los beneficios de contar con un proceso de definición de políticas caracterizado por la diversidad de opiniones se ven claramente en el caso de la Reserva Federal, cuyo funcionamiento refleja una estructura de poder históricamente descentralizada. Cuando se fundó la Reserva, hace ya un siglo, la autoridad monetaria se distribuyó entre doce bancos de reserva regionales, cada uno de ellos dotado de considerable autonomía. Los jefes de estos doce bancos recibieron el título de governor (igual que los directores de los históricos bancos centrales europeos), lo que daba muestra de su nivel de autoridad.

Pero tras la Gran Depresión de los años treinta, se vio con claridad que la descentralización había impedido a la Reserva Federal formular e implementar una política monetaria coherente. De modo que los jefes de los bancos regionales fueron “degradados” de governors a presidents (la primera y única vez en la historia de los Estados Unidos en que pasar de gobernador a presidente fue lo contrario a un ascenso), y el poder se centralizó en la junta directiva (Board of Governors), con sede en Washington, DC.

Pero un elemento importante del sistema anterior se mantuvo: cada uno de los bancos regionales tiene su propio departamento de investigación y aporta una perspectiva diferente al debate sobre la política monetaria. Es decir que la estructura de la Reserva Federal sigue fomentando una mezcla amplia y variada de opiniones, algo que lamentablemente falta en muchos otros bancos centrales.

Tomemos por caso el Banco de Canadá. Hace unos años, un empleado de uno de los bancos de reserva regionales de Estados Unidos (con quien fuimos compañeros en la carrera de posgrado) comparó las respuestas suscitadas por la presentación de sus investigaciones en Estados Unidos y Canadá. Mientras que los economistas de planta del Sistema de la Reserva Federal aportaban diferentes perspectivas al debate monetario, sus pares canadienses parecían suscribir una “postura del Banco de Canadá” única.

En el caso del Banco de Inglaterra, después de la crisis financiera global se publicaron dos estudios independientes que hallaron una falta parecida de diversidad intelectual y debate amplio. Uno de los informes advirtió una tendencia del personal del Banco de Inglaterra a “filtrar” sus recomendaciones para adecuarlas al gusto de sus superiores. El otro concluyó que la crisis demostró cuán equivocada había estado la visión de consenso y recomendó la adopción de un nuevo enfoque que diera lugar a la divergencia de opiniones. Tal vez este deseo de cambio contribuyó a la designación de Carney como director y a su reciente decisión de llevar más expertos extranjeros a las posiciones de liderazgo del Banco.

Sustraerse al pensamiento de grupo es esencial para desarrollar políticas innovadoras y eficaces, que sean capaces de responder a los nuevos desafíos a los que se enfrenta la política monetaria; y esto demanda un proceso de definición de políticas flexible y dinámico.

Lo bueno es que incluso aunque no cuenten con las ventajas del tamaño, la estructura y la extensión geográfica de la Reserva Federal, los bancos centrales tienen cómo enriquecer la discusión de sus políticas monetarias. En primer lugar, pueden establecer comités de expertos externos o someter sus políticas y el proceso de su definición a revisiones externas periódicas (en vez de hacerlo, como es habitual, sólo después de una crisis, cuando ya es demasiado tarde).

Otra solución es designar un director venido de fuera del banco, preferentemente con suficiente experiencia externa para no caer prisionero del pensamiento de grupo.

O mejor aún: pueden contratar a un extranjero.

Richard S. Grossman is a professor of economics at Wesleyan University and a visiting scholar at Harvard University’s Institute for Quantitative Social Science. His most recent book is WRONG: Nine Economic Policy Disasters and What We Can Learn from Them. Traducción: Esteban Flamini.

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