La implosión del gran experimento de Venezuela con el socialismo “bolivariano” está creando una crisis humanitaria y de refugiados comparable a la de Europa en 2015. En autobús, en barco e incluso a pie por caminos peligrosos, cerca de un millón de venezolanos han huido sólo a Colombia, y se calcula que hay otros dos millones en otros países (en su mayoría, vecinos).
Allí muchos terminan viviendo en condiciones desesperadamente inseguras, con poco alimento y ninguna medicina, y durmiendo donde puedan. Hasta ahora, no hay campos de refugiados de Naciones Unidas, sólo una modesta ayuda de organizaciones religiosas y otras ONG. Cunden el hambre y la enfermedad.
En general, Colombia está haciendo lo mejor que puede por ayudar; da atención a los que acuden a los hospitales, y su voluminosa economía informal está absorbiendo a muchos refugiados como trabajadores. Pero con un PIB per cápita que sólo llega a unos 6000 dólares (contra los 60 000 de Estados Unidos), los recursos de Colombia son limitados. Y el gobierno también debe reintegrar urgentemente a unos 25 000 guerrilleros de las FARC y a sus familias, según lo estipulado por el acuerdo de paz firmado en 2016 que puso fin a medio siglo de cruenta guerra civil.
Los colombianos han sido comprensivos con sus vecinos, en parte porque muchos recuerdan que durante la insurgencia de las FARC y las narcoguerras relacionadas, Venezuela absorbió a cientos de miles de refugiados colombianos. Además, durante los años de bonanza en Venezuela, cuando el precio del petróleo era elevado y el régimen socialista todavía no había destruido la producción, varios millones de colombianos consiguieron trabajo en Venezuela.
Pero el reciente tsunami de refugiados venezolanos está creándole a Colombia problemas enormes, que trascienden los costos directos del mantenimiento del orden y la provisión de atención médica urgente y otros servicios. En particular, el ingreso de trabajadores venezolanos generó una importante presión a la baja sobre los salarios en el sector informal de Colombia (que incluye agricultura, servicios y pequeñas fábricas) justo cuando el gobierno tenía esperanzas de subir el salario mínimo.
Con las primeras oleadas de venezolanos vinieron muchos trabajadores cualificados (por ejemplo, cocineros y conductores de limusina) con expectativas razonables de hallar empleo remunerado en poco tiempo. Pero los refugiados más recientes carecen en su mayoría de instrucción y capacitación, lo que complica los esfuerzos del gobierno para mejorar la suerte de la propia población desfavorecida de Colombia.
Los problemas a largo plazo pueden ser incluso peores, ya que enfermedades que otrora estaban bajo control, como el sarampión y el SIDA, hacen estragos en la población de refugiados, que por la semejanza cultural se mezclan fácilmente con los colombianos. Los dirigentes colombianos más previsores, incluido el nuevo presidente, Iván Duque, sostienen en privado que dispensar a los refugiados venezolanos un trato humano y digno beneficiará a Colombia en el largo plazo, cuando el régimen caiga y Venezuela vuelva a ser uno de los principales socios comerciales de Colombia. Pero nadie sabe cuándo ocurrirá eso.
Lo que sí se sabe es que en muchos años de política económica desastrosa, iniciada bajo el difunto expresidente Hugo Chávez y continuada con su sucesor, Nicolás Maduro, el régimen venezolano dilapidó una herencia que incluye algunas de las reservas comprobadas de petróleo más grandes del mundo. El ingreso del país se redujo en un tercio, la inflación va camino de llegar a un millón por ciento, y millones de personas padecen hambre en un país que debería ser razonablemente rico.
Aunque podría pensarse en una revolución, hasta ahora Maduro ha podido mantener al ejército del lado del régimen, en parte dándole licencia para manejar un inmenso negocio de tráfico de drogas que exporta cocaína a todo el mundo, y en particular a Europa y Medio Oriente. Y a diferencia del petróleo (sobre cuya exportación pesan inmensas deudas con China y otros acreedores), las drogas ilegales reportan a sus vendedores ganancias irrestrictas (salvo en los pocos casos de decomiso).
Por desgracia, muchos miembros de la izquierda en todo el mundo (por ejemplo, el líder de la oposición británica, Jeremy Corbyn) hicieron la vista gorda ante el desastre en gestación, tal vez por un impulso automático a defender a sus hermanos socialistas. O peor aún, tal vez creyeron realmente en el modelo económico chavista.
Demasiados economistas de izquierda (incluidos algunos que terminaron trabajando para la campaña presidencial de 2016 del senador Bernie Sanders en Estados Unidos) fueron partidarios incondicionales del régimen venezolano. También hubo cómplices oportunistas, incluido Goldman Sachs (que con su desacertada compra de bonos venezolanos sostuvo sus precios) y algunos de la derecha, por ejemplo el comité a cargo de la ceremonia de asunción del presidente estadounidense Donald Trump, que aceptó una gran donación de Citgo, la filial estadounidense de Petróleos de Venezuela.
Hace poco, Maduro puso en marcha un plan absurdo para estabilizar la moneda, mediante la emisión de nuevos billetes supuestamente respaldados por la criptomoneda del gobierno (que es como levantar un castillo de naipes sobre arenas movedizas). Sea que la nueva moneda funcione o no, es seguro que el ejército venezolano seguirá usando billetes de cien dólares para sus operaciones.
En respuesta a las crisis interna y regional generadas por el régimen de Maduro, Estados Unidos implementó graves sanciones comerciales y financieras, y se dice que Trump propuso la idea de invadir Venezuela. Por supuesto, una intervención militar estadounidense sería una locura, e incluso los muchos gobiernos latinoamericanos que ansían la caída del régimen jamás la apoyarían.
Pero Estados Unidos puede y debe enviar mucha más asistencia financiera y logística a los países vecinos para ayudarlos a hacer frente al enorme problema de los refugiados. Y no es demasiado pronto para empezar a planear la reconstrucción y la repatriación de los refugiados, para cuando la variedad venezolana del socialismo –o más precisamente, del clientelismo basado en el petróleo y la cocaína– finalmente se termine.
Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. The co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly, his new book, The Curse of Cash, was released in August 2016. Traducción: Esteban Flamini,