Los cromos de sus señorías

Mientras esperamos los resultados de las elecciones de hoy martes en Madrid, producidas por el efecto mariposa de la tormenta política murciana, puede ser un buen momento para sobrevolar los enfrentamientos partidarios y estudiar el régimen jurídico que permitió un pacto para cambiar de una tacada la presidencia de la región de Murcia y la alcaldía de Murcia. Dejemos a un lado la anécdota de este caso en que se quería colocar en la presidencia del Gobierno autonómico a una afiliada de la tercera fuerza política de la Asamblea, que además era consejera del mismo Gobierno censurado. Olvidémonos también de las múltiples razones que pueden originar este tipo de pactos (nobles para los firmantes; oscuras pulsiones de poder para los adversarios). Lo cierto es que son pactos perfectamente legales porque se basan en un consolidado principio del sistema parlamentario, el mandato representativo: los electores votamos a nuestros representantes y estos actúan libremente según su leal saber y entender. Edmund Burke se lo explicó de forma insuperable a los electores de Bristol allá por 1774: “La opinión de los electores es de tanto peso que un representante debe siempre escucharla, pero los electores no dan instrucciones imperativas, mandatos que los diputados están obligados a seguir, porque estos forman una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad y no el de los intereses y prejuicios locales”.

Casi 250 años después, los países europeos hemos abandonado el sufragio censitario, coto de los varones adinerados, y tenemos (en palabras de la Constitución española) una democracia avanzada en la que los partidos son el instrumento fundamental para la participación política. Hace ya muchos años que ningún especialista de Derecho Parlamentario suscribe la visión burkeniana del Parlamento como lugar de debate sincero de individuos, sino que lo conciben como un lugar de enfrentamiento entre los partidos, un ring en el que se interviene pensando en ganarse el favor del público y no el voto del adversario. Con maestría general lo explicó Karl Loewenstein y, entre nosotros, Fernando Santaolla y Piedad García-Escudero. A pesar de este cambio esencial en el funcionamiento de la democracia, el mandato representativo sigue concibiéndose igual que en los tiempos de la Revolución Francesa.

Sin duda, esto se debe a que es un instrumento muy útil porque permite que los políticos de ideologías e intereses contrapuestos puedan negociar la legislación que continuamente necesita un Estado moderno. Pero también es verdad que produce mucha insatisfacción en los ciudadanos ver cómo los programas electorales son aparcados en la acción de gobierno, incluso por partidos que han conseguido la mayoría absoluta, e incluso para promesas sin coste económico. Entran ganas de repetir la exagerada crítica de Rousseau: “El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña; porque tan solo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento, y luego que estos han sido elegidos, ya es esclavo, ya no es nada”. Por eso, surgen propuestas de participación directa de los ciudadanos (muy limitadas en nuestro ordenamiento jurídico) y de control de las promesas electorales (inexistentes) que merece la pena debatir.

Aquí va una propuesta muy modesta y restringida al ámbito local, el único en el que se ha reformulado mínimamente el mandato representativo con la intención de evitar que se emplee para fines alejados del interés general. Así, ya desde 1979 la ley limitó la libertad de los concejales para elegir alcalde ordenándoles que solo podrían votar a aquellos concejales “que encabezaren sus correspondientes listas”. Después, en 1985 se reguló detenidamente la moción de censura, que se ha modificado hasta tres veces (en 1991, 1999 y 2017) para dificultar el transfuguismo. Pues bien, la práctica política de las 11 elecciones locales celebradas en la España democrática demuestra que los partidos hacen pactos generales en los que intercambian alcaldías sin importarles que en algunos consistorios logre la vara de mando la fuerza con menos concejales. Este intercambio de cromos —como lo llaman siempre los partidos damnificados— produce resultados tan desproporcionados como que el alcalde de Melilla sea el único representante de Ciudadanos, el quinto partido en número de votos y concejales; o que en Granada sea alcalde el cabeza de la tercera lista, con solo cuatro concejales de un total de 27. Son muchos los que piensan que aunque sean legales esos pactos, y en cuarenta años no hay partido que no haya firmado alguno, no son legítimos. No me atrevo a afirmar eso, pero parece indudable que produce un desapego entre muchos votantes, que se sienten engañados, y aumenta esa sensación tan difundida en España de que los políticos van a lo suyo.

Un elemental razonamiento lógico nos dice que si las elecciones son locales, los pactos también deberían ser locales. Pero como una prohibición de ese tipo solo nos conduciría al fraude y a la polémica, seamos realistas y hagamos una mínima restricción al mandato representativo de los concejales: si la Ley Orgánica del Régimen Electoral ya les constriñe su voto a la alcaldía, añadamos —tras exigir el voto público— que “los concejales solo podrán votar a un candidato a alcalde distinto al cabeza de la lista en la que hayan concurrido si es para hacerlo por otro cabeza de lista que haya recibido igual o más votos de los vecinos”. Un precepto similar se podría establecer para las mociones de censura. No es mucho, pero no deja de ser un avance en el gran objetivo para el que se inventó el Estado de derecho: reducir la arbitrariedad.

Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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