Los cuatro ases del poder político

Por Antonio Fontán, ex presidente del Senado (ABC, 07/09/05):

En los juegos de cartas el naipe de más valor de cada palo suele ser el as. Es el que impone su ley y gana las bazas. De ahí procede que se hable de los cuatro ases que el gobierno de una nación ha de tener en su mano para dirigir los negocios del Estado. Algo de lo que esas cartas representan sería transferible a otros escalones del poder sin poner en riesgo la acción de un Ejecutivo responsable, pero siempre que los cuatro ases estén bajo su control y amparo.

La baraja española, con el vistoso y expresivo diseño de sus cuatro ases, presenta unas figuras que se dejan leer como los iconos representativos o imágenes parlantes de los poderes a que no debe renunciar un gobierno serio con vocación de servir a su país. El as de espadas sería el símbolo de la defensa y la política exterior; el de bastos, el de la justicia, el derecho y el orden público en el sentido general de este concepto; el de oros, el de la hacienda, de los dineros y todo lo relacionado con ellos; y, finalmente, el de copas sería el de la vida en sociedad, es decir, el de la educación y la salud, de la cultura y los espacios de la libertad.

En algunos de estos cuatro campos el gobierno del Estado -o sea, el Parlamento y los ministros- han de ejercitar directamente y sin delegaciones las facultades representadas por el correspondiente naipe icónico. Son los casos de los ases de espadas y de oros. En el de bastos, al lado de esas instituciones supremas del Estado -el Legislativo y el Ejecutivo- y con una independencia ordinariamente garantizada por las constituciones, operan los tribunales de justicia -el llamado Poder judicial- y los servicios de orden público, seguridad y protección ciudadana, cuya gestión puede ser confiada por el gobierno nacional a otras instancias territoriales o locales: en España las comunidades autónomas, las provincias o los municipios.

Y ¿qué ocurre con el cuarto palo, el de copas? Ahí los poderes públicos están al servicio inmediato y equitativo de las personas e instituciones naturales o históricas que forman la nación o que residen en cualquier lugar de ella. La educación, la sanidad, los derechos sociales y las libertades individuales y sociales han de ordenarse de modo que los ciudadanos puedan disfrutar de esos bienes y recursos de una manera equivalente, por no decir igualitaria, en cualquier lugar del país.

La Constitución del 78, tan sólidamente construida y generalmente aceptada como ambigua en algunos de sus textos, respeta y consagra claramente esos principios básicos y la atribución de las funciones y responsabilidades que simbolizan los ases de la baraja.

En su parte dogmática, o sea en sus tres primeros títulos hasta el artículo 55, la Constitución es inequívoca. No caben modificaciones o interpretaciones doctrinales ni semánticas, sin que se deterioren las estructuras del Estado. «Nación» con mayúscula, y más en España, no hay más que una, que es la realidad social, obra de siglos, a que corresponde el aparato político del Estado. La palabra «nacionalidades» del artículo segundo se refiere a territorios y poblaciones que gustan de definirse con este «modernismo» léxico, y a los que las Cortes Generales se lo reconocen por causas históricas, culturales o políticas, al aprobar por Ley Orgánica sus estatutos de autonomía.

Como es sabido la voz «nacionalidad», como término de la lengua política, fue un invento francés, pero no de la «gloriosa Revolución» de 1789, sino de tiempos de Napoleón III. La empezaron a emplear el segundo Bonaparte y su gobierno para negar a los belgas, y reconocer a los italianos, la condición política de «nacionalidad», que justificaría el derecho a ser un Estado. En español sólo se empleaba hasta época muy reciente para expresar la pertenencia de alguien a una nación o a otra. Después se empezó a llamar «nacionalistas» a los políticos, asambleas, partidos, etc., de regiones o de pueblos que, por sus peculiaridades históricas, culturales, jurídicas, lingüísticas, etc., aspiraban, dentro del Estado, y no fuera de él, a un modo de autogobierno que reconozca y ampare esa condición. También se proclaman «nacionalistas» los partidos y políticos que lisa y llanamente pretenden la independencia. Pero esos son los separatistas.

De esos cuatro palos de la baraja, nuestro texto constitucional (que nadie con la cabeza sobre los hombros ha pensado en enmendar o reescribir) atribuye al gobierno de la nación la dirección de la política exterior y de defensa, así como la administración civil y general (artículo 89) y la elaboración de los presupuestos y la gestión de los caudales públicos (artículo 134).

En ciertos campos de los que simbolizan los bastos y las copas, se enumeran veintiocho materias, y no más, en que los entes subestatales pueden asumir determinadas competencias (artículo 148). Y todas las comunidades autónomas, en mayor o menor grado, han hecho uso ya de ese derecho, o se disponen a hacerlo.

Pero hay otras treinta y dos clases de materias políticas en las que el Estado -Gobierno y Parlamento- tiene en exclusiva la competencia y la responsabilidad. Tampoco nadie ha planteado en serio modificar esa lista muy claramente enumerada en el artículo 149.

Los Estatutos de Autonomía no son una legislación privativa de carácter territorial de una «nacionalidad» o región. Son legislación general de todo el Estado, forman parte del «bloque constitucional» y deben dar satisfacción a toda la Nación o ser aceptados por ella. Los Estatutos de las regiones -o «nacionalidades» históricas, que habían aprobado plebiscitos autonómicos bajo la II República-, lo mismo que los de las demás Comunidades, son Leyes que directa o indirectamente afectan a todos los españoles.

Una Ley Orgánica puede modificar los Estatutos de Autonomía, conforme a la Constitución. Basta que el nuevo texto alcance una mayoría absoluta en el Congreso, aunque hubiera habido veto de la otra Cámara. Pero no sería políticamente prudente que el Ejecutivo quisiera hacerlo en este momento, en este ambiente de la vida pública y con una mayoría gubernamental prendida con alfileres. Por el contrario, el sentido de la responsabilidad política y la solidaridad nacional exigen la conformidad y el compromiso del partido que gobierna y del que puede llegar a gobernar. Se trata de la estructura misma del Estado que no debe tener fecha política de caducidad.

Las dos relaciones de competencias, las exclusivas del Gobierno del Estado y las transferibles a las instancias autonómicas, no fueron ni una improvisación ni un invento «ex novo» de los constituyentes del 78, sino la reelaboración, actualizada y ajustada a una sociedad casi cincuenta años posterior a la segunda República, de lo que se leía en los artículos 14 y 15 de la Constitución de 1931.

Esos preceptos de aquel viejo texto no se aplicaron entonces más que parcialmente y por poco tiempo en Cataluña. El Estatuto vasco sólo fue aprobado por las Cortes republicanas con escasa asistencia de diputados y para un territorio muy limitado, cuando toda la provincia de Álava y la mayor parte de Guipúzcoa estaban ya ocupadas por las tropas «nacionales», levantadas contra el gobierno del frente popular republicano. El Ejecutivo del primer «lehendakari», José Antonio Aguirre, sólo ejerció el poder político, no el militar y apenas el de orden público, más que en Vizcaya, y no en toda su extensión territorial.

Pero las actuales Autonomías, con sus Estatutos reconocidos y aprobados por las Cortes Generales como Leyes Orgánicas del Reino, funcionan pacíficamente desde hace veintitantos años. Las competencias enumeradas en el artículo 148 las están ejerciendo en su mayor parte con plena aceptación de su ciudadanía y la conformidad de la mayoría de los españoles. Lo hacen más o menos bien, pero lo hacen en casi todas partes a velocidad de crucero.

Los sondeos de opinión más recientes y fiables señalan que sólo una pequeña parte de la población está interesada en unos nuevos Estatutos que, si se propusieran atribuir a los gobiernos territoriales competencias claramente exclusivas del gobierno general de la nación, no dejarían de producir grietas en el edificio constitucional del Estado. Eso es lo que parecen pretender los políticos y partidos cuyo nacionalismo está muy cerca de un separatismo o inmerso en él. Sería el caso del País Vasco o Euskalerría, como se dice en el texto llamado de Guernica de 1979, donde no se sabe bien si los diputados de la cámara de Vitoria del PNV, EA o Batasuna quieren que su país se convierta en un Puerto Rico español o están simplemente corriendo delante de ETA para que no les alcance la acción directa de los terroristas. En Cataluña hay ahora una renovada Esquerra republicana, que se proclama heredera de la de Maciá y Companys, unos políticos tan discutibles como se quiera, pero que estaban satisfechos con el Estatuto del 32 y se habrían quedado encantados con el actual. Los voceros de ese partido empujan mucho verbalmente, pero apenas si han llegado a tener en las ocasiones más favorables un quince por ciento de los votos del antiguo Principado, mientras que los demás (socialistas, nacionalistas, izquierda unida y populares) son manifiestamente antiseparatistas.

Ni el Gobierno, ni el Parlamento, ni los ministros, ni los portavoces gubernamentales o de la oposición con sentido de su responsabilidad política deben ni pueden abdicar de ser ellos, y las instituciones constitucionales deben ser las que tengan en sus manos de verdad los cuatro ases del poder político.