Los cuatro jinetes del Apocalipsis

No puedo quitarme de la cabeza la escena de los cuatro jinetes del Apocalipsis. El mes pasado tenía la fortuna de volver a ver, en esta ocasión en el Museo Guggenheim de Bilbao, el grabado realizado con dicho título por Alberto Durero en 1498 tras su primer viaje a Italia. Dos semanas atrás, en el funeral del padre de un amigo, el sacerdote que oficiaba la ceremonia religiosa se refirió también a los mismos: «Entonces vi que el Cordero abrió uno de los sellos... y les fue dada potestad sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con espada, con hambre, con mortandad y con las fieras de la tierra» (Apocalipsis 6, 1-8). Hace pocos días visualizaba nuevamente la película, ambientada en los años treinta durante el surgimiento del nacional socialismo alemán, del director italonorteamericano Vincent Minelli: The Four Horsemen of the Apocalypse (1962). Y, para que nada falte, en una distendida discusión política, un alarmado colega me comparaba la situación nacional -desde luego de forma exagerada- con los jinetes de la destrucción fatídica. Sólo queda que finalice de leer la última novela de McCarthy, La Carretera, o que me acerque a los Museos Vaticanos.

Los actuales jinetes no portarían en sus manos -como en el grabado de Durero- ni el arco, ni la espada, ni la balanza, ni el tridente de los cuatro cabalgadores que, a lomos de sus galopantes caballos, extienden la aniquilación. Ni tampoco son guiados por un activo arcángel con los brazos y manos abiertas, mientras un feroz dragón engulle por su gran boca a un desafortunado preboste. Ni además representan, como en la emblemática novela de Vicente Blasco Ibáñez (1916), ¡estamos en otro contexto diferente al literario!, la peste, la guerra, el hambre y la muerte. Tampoco se atisban los colores blanco, rojizo, negro y amarillo de los corceles del Apocalipsis de la Biblia. Pero siendo esto así, también la España de hoy tendría -en su acongojada opinión- unos peligros que recuerdan desgraciados espejos históricos nacionales.

El primero, la desunión. La agria tensión y el virulento conflicto se expanden desbordadamente entre la clase política, la ciudadanía y ciertos territorios. Algunos de éstos empecinados en conformarse no con lo que son, Comunidades Autónomas que disfrutan de una amplísima autonomía, sino en alternativas naciones y ficticios estados soberanos. En este irreal y sedicente afán, una replegada ciudadanía y unos endogámicos partidos alardean de lo que nos diferencia, mientras desdeñan -como hacen en cambio los pueblos vertebrados y sus responsables estadistas- lo que nos enlaza. Y, mientras tanto, otros cómplices del desatino auspician interesadamente o dan pasiva aquiescencia a vacuas políticas. Pero no podemos prorrogar más tan frívola acefalía política, seguir insensatamente destejiendo, actuar con una suicida discontinuidad y esquizofrénica propensión a la fragmentación y hasta el nihilismo. Ni tampoco manipular. Los pueblos vertebrados asumen, claro que sí, con sus inevitables luces y sus sombras, su pasado, pero no lo retuercen para arrojárselo a la cara del contrincante político. Hay que poner coto, pues, al amilanamiento, el rechazo, el antagonismo y la destrucción del adversario. ¡La España nueva que algunos postulan ya existe! ¡Es la aunada España constitucional del pacto y del encuentro!

El segundo, el quebrantamiento del consenso constitucional. Una expresión que define lo que fue la forja de la España constitucional. Una Constitución, como recordaba Joaquín Leguina, «producto de la voluntad común de convivencia y de un pacto político en que todos renunciaron a sus aspiraciones máximas». De una parte, del consenso entre la ciudadanía y sus partidos políticos, con el impulso impagable del Rey de España, de que había que cerrar las fratricidas heridas de una Guerra civil, y pasar a construir una época fraguada desde el perdón, el olvido y la reconciliación. Es decir, la añorada paz, la piedad y el perdón que reclamaba un apesadumbrado Azaña. Así fue como se erigió nuestra moderna vida colectiva desde la Transición política. Y, de otra, del consenso para aprobar una Constitución entre todos y para todos. No una Constitución promulgada por una irreconciliable bandería, sino una Constitución con que resolver las cuestiones que habían enquistado el enfrentamiento de los españoles de uno u otro signo: la forma de Estado, la cuestión religiosa, el modelo de organización territorial y la problemática de la educación. Una Constitución pensada para regular, desde la libertad y la concordia, nuestra mejor vida en común.

El tercero, la falta de respeto a la Constitución y sus leyes. La violación de demasiados preceptos de nuestra Ley Fundamental y de la legalidad no es excepcional. La grosera ignorancia, cuando no la burda infracción, de algunos de nuestros principios constitucionales, preside muchas acciones de la vida pública. Unas disposiciones que hemos de volver a respetar pronto, y de forma especial por parte de los más obligados a ello: los poderes públicos. Aunque para nuestra desgracia sigue sin asentarse el tan deseable sentimiento constitucional. Y a tal fin, ya que estamos ante unas reflexiones iniciadas con una referencia religiosa, qué mejor que traer a colación, ¡a ver si despliegan una virtud taumatúrgica!, las palabras de la Lectura del Profeta Isaías 42, 1-4: «Así dice el Señor:... promoverá fielmente el Derecho, no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra y sus leyes». O si prefieren una ponderación más secularizada, recuerden la de Winston Churchill: «Sean cuales sean los defectos de una Constitución determinada, aquellos que viven bajo ella siempre preferirán su continuidad que la experiencia de los cambios que les puede sumir en el insondable abismo de la revolución, a librarlos de ella, sólo para exponerlos a los terrores del despotismo militar». De ambas cosas, sabemos tristemente mucho en este país.

El cuarto, la abierta hostilidad con que se despliega la acción política. Una pugna cainita que no respeta nada, ni a nadie. Ni la Nación, ni el Estado, ni sus instituciones, ni sus símbolos, ni siquiera a las personas. Todos transformados, para nuestra vergonzante incompetencia o manifiesto sectarismo, en acérrimos enemigos. ¿Es tan difícil, a unos y a otros, remontar el vuelo y reeditar nuestro aggiornamento político? El momento de los reproches debe dejar paso, ¡y además ya!, a compromisos de vida coparticipada. Nuestra convivencia y las políticas de Estado -territorial, educación, terrorismo, inmigración o exteriores- así lo requieren.

La semana pasada impartía en la Fundación de la Universidad Rey Juan Carlos una excelente conferencia el profesor y colaborador de este periódico Manuel Ramírez, con un sugerente, pero pesimista título: «España, las ocasiones perdidas». En ella se desgranaban los mejores momentos de entusiasmo nacional: la sublevación contra las tropas francesas y la Constitución de 1812, la Revolución de 1868 y la Constitución de 1869, la proclamación de la II República un 14 de abril de 1931 y la aprobación de la Constitución de 1978. Estoy convencido que la cuarta, la actual, es la definitiva. Los próximos comicios generales tendrán, sin duda, un efecto de distensión, pero es ineludible asimismola reafirmación del pacto constituyente y recobrar el consenso.

Aunque no teman. La congoja del presente momento, aunque pagaremos sin duda su precio, pasará y restableceremos la tolerante coexistencia. Y por supuesto tampoco nos veremos reproducidos metafóricamente en el último, pero desasosegador grabado de nuestro artista alemán, «El sitio a una ciudad» (1527), que hoy podemos admirar en otra exposición que, junto a Lucas Cranch, organizan el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid. Nuestra vida colectiva no necesita de una defensa, como en la señalada entalladura, con un foso de muros apuntalados, caponeras y trincheras externas ¡Hablamos ahora, como pueden constatar, sólo de arte, aunque sea del mejor! ¡Que siga siendo así!

Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.