Felipe VI heredó, el 19 de junio de 2014, una Monarquía en crisis. Aquel día, en su discurso ante las Cortes, desgranó todo lo que la Corona debía hacer a partir de entonces, al margen de su estricto y pulcro cumplimiento de la Constitución: cercanía, conducta íntegra, honestidad, transparencia, responsabilidad social, autoridad moral, principios éticos, ejemplaridad. El flamante Rey se comprometía con «una Monarquía renovada para un tiempo nuevo».
A lo largo de la última década, cumpliendo de forma escrupulosa dicha promesa, la Monarquía de Felipe VI ha sido impecablemente parlamentaria, democrática, moderna y ejemplar. Esta nueva manera de ejercer la función monárquica, adecuada a la España del siglo XXI, es el felipismo.
La Monarquía parlamentaria española no podía equipararse a otras europeas similares. La deficiencia de tradición continuada e interiorización por parte de la ciudadanía obligaba a repensarla y adecuarla al estado particular de España. La tensión vivida entre monarquía y democracia se resolvió, en la Europa de la época contemporánea, con la transición hacia una Monarquía parlamentaria, como en Gran Bretaña, Holanda o los países nórdicos, a veces impulsada por la propia institución o su titular, o bien con el fin monárquico y el paso a una república, como en Francia, Alemania, España o Italia. De estos últimos países, solamente el nuestro iba a recuperar en un futuro la Monarquía.
El hecho anterior tiene, sin duda, implicaciones de calado. La nueva Monarquía resulta necesariamente más débil. Ni la institución forma parte de la supuesta constitución material de la España contemporánea, ni se ha conseguido hacer de sus ciudadanos monárquicos biológicos, un par de características que algunos autores atribuyen a las Monarquías europeas más consolidadas. Necesita, por el contrario, reafirmarse y legitimarse cada día. Y generar, además, sentimiento monárquico a través de la adhesión ciudadana a la persona real y simbólica del Rey. La instauración, que no restauración, de 1975 obligó a replantear muchas cosas.
Ante las evidentes dificultades para hacer monárquicos tras la interrupción abierta en 1931 -la Segunda República ancló su legitimidad en la denigración de la Monarquía y el franquismo, bajo ropajes regios y promesas restauradoras, fue una fábrica de desarticulación de sentimientos y memoria monárquicos-, en el último cuarto del siglo XX, y tras dejar atrás la legitimidad original y consolidar la dinástica, constitucional, democrática y popular, la clave estuvo en hacer juancarlistas. El punto débil -pero más democrático- de la fórmula consiste en la vinculación de popularidad y legitimidad, sin el paraguas que poseen las Coronas británica o noruega. El juancarlismo iba a resultar exitoso mientras fuera percibido como útil y beneficioso para la representación de España. Alcanzó en el año 1992 su apogeo. En todo caso, iba a entrar en crisis entrado el siglo XXI.
El acceso al trono de Felipe VI en 2014 estuvo marcado por un pesado pasado por superar -esencialmente provocado por las actuaciones de su padre y de su cuñado Iñaki Urdangarin-, un crítico presente por lidiar y un futuro incierto por definir. Afrontado sin sentimentalismos el primero y definido el tercero a través de la ejemplaridad, la continuidad y la utilidad de la institución, ha sido el segundo -el presente crítico- el que más dolores de cabeza ha causado y sigue causando a la Corona.
En la policrisis de 2008 fueron los aspectos político e institucional los que presentaron unos efectos más extendidos en el tiempo. Felipe VI ha reinado entre repeticiones electorales, parálisis y crispación, populismos variopintos, tentaciones presidencialistas, desafíos independentistas, erosión o ataques desde el Gobierno y ensayos de politizar la Corona. El 3 de octubre de 2017 tuvo que intervenir públicamente ante unos hechos gravísimos que alteraban de forma sustancial el funcionamiento institucional y que atentaban contra la legalidad, la integridad del Estado y los derechos de una parte de la ciudadanía. Al margen de las grandes crisis mundiales, el Covid-19 y la guerra de Ucrania, los políticos no se lo han puesto nada fácil. La actuación de Felipe VI ha sido intachable.
Mientras que el juancarlismo se mostró como la fórmula adecuada para consolidar en España la democracia y el progreso en el siglo XX, haciendo de la campechanía su marca de identidad formal, el felipismo, en cambio, sustituyendo esta última por el rigor, ha evidenciado ser la vía más adecuada para asentar la Corona y la Monarquía en el siglo XXI y para asegurar la estabilidad, la representatividad y una democracia y un progreso renovados. Para todo ello, el felipismo necesita también construir y mostrar un vínculo especial con los españoles de hoy como base de un monarquismo pragmático.
Las encuestas de este último fin de semana muestran que se está consiguiendo: la valoración de la Monarquía ha recuperado niveles de hace muchos lustros, y las del Rey y de la Princesa de Asturias son más que notables.
Bajo el signo del rigor -una herencia en el Rey más de la parte Grecia que de la Borbón-, el felipismo se fundamenta en una confluencia de cualidades personales del titular de la Corona, de conformación de buenos equipos en Zarzuela, de planteamientos renovados y adaptados a su época, y de buenas lecturas de pasadas experiencias, en cuatro pilares esenciales. Ante todo, la ejemplaridad y la transparencia, que presiden todas las actuaciones.
En España, más si cabe que en otras monarquías, un metafórico techo de cristal resulta imprescindible. Exponer todas las actividades en la web de la Casa Real o hacer público el patrimonio del monarca, y designar al Tribunal de Cuentas como auditor de la actividad económica de la Corona constituyen, por ejemplo, buenas iniciativas en esta línea.
El segundo pilar es la combinación entre tradición y modernidad, anclando la Monarquía al pasado y abriéndola al futuro. Felipe VI y la Reina Letizia han conseguido crear un equilibrio entre ambos requisitos. Los cambios en la comunicación o la atención a las nuevas generaciones y a las tecnologías del futuro apuntalan una Corona ligada a su sociedad y a su tiempo.
El tercero de los pilares del felipismo lo conforma la redefinición de la Familia Real, desde su propio concepto hasta la identidad y las tareas de sus miembros. Tras la necesaria separación entre Familia Real y Familia del Rey, se procedió a otorgar mayor visibilidad a las actuaciones de Doña Letizia y, con oportunidad y sentido de los tiempos, a las de la Princesa Leonor y la Infanta Sofía. La Princesa de Asturias, en concreto, ha mostrado un alto sentimiento de responsabilidad e inteligencia, y se ha convertido en un activo fundamental del presente y del futuro monárquico. La Corona, en una línea no muy distinta de otros países, se ha feminizado en miembros e ideas.
La voluntad de servicio a España y a los españoles se nos aparece como columna última. Se muestra y demuestra día a día, tanto en el interior como en el exterior, en el que la valoración de los Reyes de España y, en consecuencia, de la España que representan y simbolizan, ya sea en actos institucionales o viajes de cooperación, no deja de aumentar. Rigen el compromiso y el deber. Siempre habrá elementos que podrían corregirse o mejorarse;y otros en los que profundizar, como el asentamiento popular de la institución. Pero el aprobado viene acompañado de una nota muy alta. Desafortunadamente, va a resultar difícil recuperar algo que olvidamos en el pasado reciente: pedagogía de la Constitución y de la Monarquía.
Como quiera que sea, con estos cuatro pilares básicos la Monarquía parlamentaria ha recuperado en nuestro país el prestigio y la dignidad que un día vio mermadas. La estabilidad y el progreso conforman la principal diada resultante de la acción monárquica entre 2014 y 2024. El felipismo, que, además de fortalecer la libertad y la democracia, ha asegurado la estabilidad en una década complicada, aúna todos los elementos necesarios para convertirse en una garantía para el futuro.
Jordi Canal es historiador y profesor de la École des Hautes Études en Sciencies Sociales (EHESS) de París.