Los cuentos (quizá) ya no cuentan

Puede que Rubalcaba prepare un relato de urgencia, con las viñetas del anuncio de ETA, en el que él y ZP asuman el papel estelar de héroes de la paz para fascinar al electorado en los últimos días de campaña. Puede que el fallido guionista de la niña de Rajoy eche mano de otra fábula con la que contraprogramar el riesgo de retorno a las historias de fibra sentimental en unos comicios que se perfilaban poco propicios a los duelos de personalidad. El problema es si los electores pueden distraer sus noches en esta campaña con los cuentos de la publicidad política mientras la tormenta del paro y los recortes monetarios cala hasta los huesos y hiela las sonrisas.

En los años 80 y 90 múltiples estudios sobre los factores que deciden el voto vinieron a establecer que unas pocas variables económicas y políticas explicaban con facilidad y gran antelación los resultados electorales en las democracias desarrolladas. Bastaba combinar en las proporciones adecuadas los principales índices de la actividad económica y algunos datos sociales como tasas de delincuencia o satisfacción sanitaria para determinar con muchos meses de antelación quién ganaría en las urnas: el grupo gobernante si los datos señalaban prosperidad, o la oposición más relevante, si había síntomas de crisis y retroceso. Buena parte de los científicos de la política concluían, con aire de superioridad ante los comunicólogos, que el ruido de los candidatos y la parafernalia mediática carecían de efecto, y todo lo más producían una nota recreativa para un resultado aburridamente previsible.

Hacia el final de los 90 una serie de académicos matizaron esa visión y reconocieron que «las campañas sí importan», confirmando con análisis más minuciosos la vieja creencia popular de que los medios de comunicación y los despliegues escénicos de los candidatos pueden seducir a los votantes y cambiar las previsiones en unas pocas semanas. El efecto de campaña sería sobre todo crucial cuando la igualdad previa entre los competidores fuera más marcada o las condiciones socioeconómicas no presentaran grandes variaciones. De forma paralela, un ejército de nuevos asesores de imagen y especialistas del marketing político creían haber descubierto la piedra filosofal de la seducción mediática y la movilización política. La llamaron storytelling y se lanzaron a recomponer con ella todas las propuestas y despliegues dialécticos de sus políticos-clientes.

Si el voto ya no mantenía una fidelidad ideológica y los ciudadanos repudiaban las complicadas y soporíferas discusiones de los especialistas, la única vía para captar la atención de las masas era contar algo sencillo de entender y al mismo tiempo sugestivo y emocionante. Contar un buen cuento: en eso consiste el storytelling. De manera que el viejo mantra que algún político obsoleto acuñó de «programa, programa, programa» dio paso con una estilización cada vez más audaz a las historias personalizadas que customizan una oferta política hasta identificarla con héroes político-cinematográficos. El movimiento llegó a su apogeo a escala planetaria cuando un Obama (casi trasunto físico del actor Denzel Washington) vendió su historia de ambiguo chico negro/blanco, que tras pulir su origen humilde en Harvard llegaba con su buenismo de pionero a establecer un paraíso económico sostenible y amable. En España, tan dados a imitar, podíamos presumir esta vez de haber ido por delante, ya que nuestros cuentistas caseros habían creado a ZP en 2004, con historias tan enternecedoras como la peripecia de uno de sus abuelos, de cuyo ejemplo brotaba toda una filosofía política. Por si eso no bastara, sus estilistas habían entretejido el relato de un Bambi que sin pérdida de su tolerancia natural, se había fortalecido en la pedagogía cívica contra los desmemoriados reaccionarios del guerracivilismo.

Con semejantes relatos queda poco espacio para la discusión sobre las complejidades presupuestarias, el engaño de las políticas placebo, el equilibrio entre derechos y responsabilidades y cualquier otro ejercicio de racionalismo en la discusión política. La crisis ha llegado sin embargo como un huracán, dispersando los efluvios simbólicos y el mecer de las baladas. Muchos de quienes se permitían el lujo de votar a la poesía, desde la comodidad de un bienestar inasequible a los malos presagios ahora están desorientados. E incluso indignados; no se sabe muy bien si contra sí mismos por tanta reflexividad desperdiciada, o contra los profetas amigos, que recogen ahora sus bártulos en silencio, dejando que la realidad desbocada ajuste por sí sola las cuentas.

En tal momento cabría predecir que el storytelling queda clausurado. Que la gente común, desentendida hasta ahora de sus responsabilidades políticas, ni siquiera está ya con ánimos para asistir al circo y reírse con los vídeos políticos más estrafalarios. Cuando las pérdidas se explican por sí solas sobran las historias mitificadoras. La abstención o el voto vengativo parecen dos movimientos probables y la vuelta, en todo caso, al cálculo por beneficios individuales inmediatos podría devolver la explicación de los resultados a la elemental asociación estadística con los deteriorados resultados económicos e institucionales. Hasta la irrupción de ETA, al menos, se vislumbraba una notoria reducción del exhibicionismo simbólico, debido también a las restricciones presupuestarias.

La reducción de la fanfarria electoral podría ser una buena noticia para el ideal de un debate riguroso y plural de los asuntos públicos. Pero no está tan claro que la salubridad democrática se mantenga, tampoco, en unas elecciones sin campaña, ya que tan peligroso resulta el debate de los cuentos como la votación silenciosa tercamente aferrada a la experiencia autista de cada ciudadano. La decisión electoral requiere una discusión de razones y propuestas que confronte aciertos y errores comprobables con la viabilidad y consecuencias de las diferentes promesas. La campaña sería entonces el tiempo de la dialéctica, incluso apasionada, pero que no supeditaría el análisis de la planificación, la gestión y los valores al señuelo de los guionistas. Nuestros ciudadanos puede que estén ahora muy enojados, deprimidos y asustados, pero las cifras de seguimiento de una información periodística que merezca tal nombre denotan poca disposición a consumir información compleja sobre la realidad sociopolítica. Antes bien, muchos confiesan que si ya antes se contentaban con el aerosol anecdótico de las cadenas generalistas, directamente prefieren ahora cambiar de emisora para no acongojarse aún más con el tsunami de las malas noticias.

por todo ello la realidad tozuda parece haber endurecido de antemano las decisiones. Y ni bardos ni tecnócratas parecen en situación de influir en un resultado con aspecto de rigidez cadavérica. Pero en procesos electorales, como en fútbol, ninguna ciencia sirve para explicar la sorpresa hasta después de haberse producido ésta (entonces sí, con gran adorno de leyes y axiomas). Frente a la improbabilidad de persuasión durante esta campaña también cabe la opción de nuevas exhibiciones de última hora ante millones de desahuciados que, justamente por su carencia de datos y argumentos contrastados, acaben confiando otra vez en el cuentista más seductor, igual que el arruinado que se juega sus últimos dineros a una combinación de lotería. No en vano, en momentos de aguda crisis algunos mesías desarrollan sus campañas más arrasadoras, aunque la compleja realidad deje sus proyectos, al cabo de poco tiempo, reducidos a cenizas.

Las nuevas herramientas cibercomunicativas alumbran esperanzas de deliberaciones más consistentes y plurales, pero no está claro que en la era de la política pop queden suficientes electores dispuestos a tomarse el proceso con el interés siquiera de una junta de vecinos. Por eso, tras la larga costumbre de las votaciones afectivas, el inicial repudio, esta vez, de los cantos de sirena, podría de nuevo retroceder ante un relato sorpresivo y seductor de última hora. Haciéndonos olvidar que el cuento que debiera ocuparnos es el de la rendición de cuentas.

Por José Luis Dader, catedrático de Periodismo y Comunicación Política en la Universidad Complutense de Madrid.

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