Los curas proetarras

A nadie que haya vivido en el País Vasco durante la época del terrorismo de ETA le habrán parecido extrañas o novedosas las declaraciones del cura-párroco de Lemona, recogidas en un documental presentado en la última Seminci de Valladolid por Iñaki Arteta, titulado Bajo el silencio. Porque eso era lo que siempre percibíamos, dicho con unas palabras u otras, desde el sector predominante de la Iglesia vasca de entonces, encabezado por obispos como José María Setién.

Pero la verdad es que, para quienes tenemos alguna sensibilidad por lo que significa la Iglesia católica en España, por su historia, por los múltiples nexos, familiares, sentimentales y de todo tipo que nos unen a ella, sigue resultando escalofriante, perturbador, insoportable oír cosas así. Y no ya porque se asuma toda la propaganda de ETA con sus presos políticos, su guerra entre dos bandos, su respuesta a la represión, sus torturas y su dispersión carcelaria. Todo eso sigue repugnando, pero lo que más daño hace, viniendo de un sacerdote, es la frialdad, la distancia, la insensibilidad que sus palabras y su mismo tono desprenden respecto de quienes fueron vilmente asesinados por una causa pretendidamente política.

A algunos además nos solivianta mucho esa alicorta y maniquea interpretación de la historia que tanto sigue condicionando la política en Euskadi. Y procedente encima de un sector de la Iglesia vasca desde siempre incardinada en un país como España, cuya historia entera –más que la de cualquier otro país del mundo– solo se entiende por su vinculación con la Iglesia católica.

Y en ese contexto es donde unos sacerdotes asumen como propios los postulados de un movimiento nacionalista cuyo objetivo desde el principio consistía en considerar al resto de españoles como poco católicos, como menos dignos que los vascos para ser salvados por el mismo Dios. Euskadi solo podía alcanzar a Dios si evitaba todo roce con los españoles, repetía el fundador del nacionalismo vasco.

El nacionalismo vasco se aprovechó de la Iglesia católica para obtener de ella la instrucción y los fundamentos que necesitaba para echar a andar, tergiversando por completo su mensaje ecuménico, universalizador. Como tengo demostrado en diferentes trabajos, la estancia en Barcelona del fundador del nacionalismo vasco, y sobre todo la influencia recibida allí de su admirado Félix Sardá y Salvany, autor de best-sellers de propaganda católica de la época como El liberalismo es pecado, explica aspectos tan decisivos del origen del nacionalismo vasco como el primer diseño del partido y la fundación de su primer periódico.

Si lo esencial para un católico es su salvación, ¿por qué distinguen entre españoles y vascos de manera tan cruel?

El mensaje nacionalista caló profundamente en cierto sector integrista y atrabiliario de la Iglesia vasca de entonces y un ejemplo paradigmático fue el de un capuchino navarro, llamado Ramón Goicoechea Oroquieta, cuyo nombre religioso fue Evangelista de Íbero, que escribió un manualito de menos de 100 páginas titulado Ami vasco, publicado en Bilbao en 1906. Los padres capuchinos, tras la edición del libro, quitaron de en medio a su autor, enviándolo a un monasterio en Híjar, Teruel, donde falleció en 1909, a la edad de 36 años y en circunstancias no bien aclaradas por sus biógrafos.

El caso es que ese libro, organizado como un catecismo a base de preguntas y respuestas y donde se rinde pleitesía desde su dedicatoria al fundador del PNV ("A la memoria de Arana-Goiri"), tuvo una influencia enorme en el ámbito nacionalista, a través de consignas como la de: "¿A qué hay que mirar, pues, para conocer la Patria de un individuo? –A la raza a que pertenece, o lo que tanto monta, al apellido que lleva". O la de: "¿Cómo trabajará por la conservación de la raza? –Impidiendo o disminuyendo con su consejo y diligencia los matrimonios de sus compatriotas con gentes de extrañas razas".

Y adquiere ya un cariz subversivo cuando se pregunta: "¿Qué debe hacer un patriota por la conservación del territorio nacional? –Tomar las armas y hasta perder la vida, si preciso fuera, para impedir que caiga en manos del enemigo". Concluyendo con una propuesta drástica sobre la transmisión del eusquera: "Qué pensáis de los padres que hablando la lengua de su Nación o raza no la enseñan a sus hijos? –Que son traidores a la Patria y que como tales merecen ser fusilados por la espalda".

El párroco de Lemona, Mikel Azpeitia, representa a ese sector de la Iglesia católica vasca caracterizado por una atroz mezcla de ignorancia histórica por un lado y de falta de visión ecuménica por otro. Y eso que son sacerdotes católicos, a los que se supone instruidos y aptos para transmitir un mensaje universal de paz y concordia. Si lo esencial para un católico es su salvación, ¿por qué distinguen entre españoles y vascos de una manera tan supremacista y tan cruel?

La reacción fulminante de Mario Iceta, todavía obispo de Bilbao, pendiente de su traslado como arzobispo electo de Burgos, nos reconcilió con lo mejor de la Iglesia católica, pero, a renglón seguido, tres agrupaciones de sacerdotes vascos salieron a desafiar a su propio obispo y a respaldar lo dicho por su compañero. Serán ahora minoritarios y marginales, pero ahí siguen.

Los curas proetarras mantienen un ascendiente incuestionable sobre el sector nacionalista e independentista vasco

Estos curas proetarras, que mantienen un ascendiente incuestionable sobre el sector nacionalista e independentista de la sociedad vasca, llevan grabado a fuego de rencor la represión padecida a manos de los sublevados franquistas en la Guerra Civil, con 14 sacerdotes asesinados a quienes se homenajeó oficialmente en Vitoria en 2009. Pero simplemente con seguir al pie de la letra la definición de lo que es ser vasco del padre Evangelista de Íbero, en función de los apellidos –"un Lizárraga será siempre vasco, aunque nazca en un cortijo de Jerez"–, podremos entender por qué ese victimismo nos oculta la comprensión cabal de toda esta historia.

Reparemos en la famosa Carta colectiva de los obispos españoles a los obispos del mundo de 1937, que apoyaba al bando sublevado en la Guerra Civil. Siempre resaltan que de esa carta se desmarcó el obispo de Vitoria, Mateo Múgica Urrestarazu, cabeza visible de la Iglesia vasca de entonces, aunque no obstante siguió viviendo en España tras la contienda.

Pero entre los que firmaron aquella carta de apoyo a Franco estaban otros seis obispos que, si no cabe calificar de vascos, ya me dirá el padre Íbero qué eran: el de Tortosa, Félix Bilbao Ugarriza; el de Tarazona, Nicanor Mutiloa Irurita; el de Zamora, Manuel Arce Ochotorena; el de Oviedo, Justo Echeguren Aldama; el de Pamplona, Marcelino Olaechea Loizaga; y el de Canarias, Antonio Pildain Zapiain.

Y, por otra parte, tenemos los casi 7.000 religiosos asesinados en la Guerra Civil, cuando no previamente torturados, por un bando republicano que –recordemos– estuvo también integrado por el nacionalismo vasco. Si de ellos nos fijamos solo en los varios cientos de beatificados por la Santa Sede como mártires de la Guerra Civil, de los que conocemos sus nombres, nos encontraremos a muchos con apellidos vascos. Y si de entre estos solo consideramos a los de dos apellidos, nos saldrán hasta setenta y cinco, que son cinco veces más que los 14 curas vascos asesinados por el franquismo.

Concretamente hay cincuenta y siete hombres y dieciocho mujeres que, según Evangelista de Íbero, serían vascos sin discusión, por sus apellidos inconfundiblemente eusquéricos (ver apéndice de este artículo). Entonces, aquellos obispos vascos que apoyaron a Franco y estos mártires vascos asesinados por los republicanos a todo lo largo y ancho de España, ¿cómo encajan en la convicción del expárroco de Lemona de una Iglesia vasca reprimida por el franquismo o, más aún, de un pueblo vasco luchando contra la España franquista?

Pedro José Chacon Delgado es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU.

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