Los daños colaterales del ascenso en política

Sucede con más frecuencia de la deseada que el nombramiento para un nuevo puesto, ya sea en un partido, ya en la política local o nacional, provoca en el designado una transformación paulatina e imparable en su forma de ser. La mudanza del agraciado se hace más apreciable cuanto más alto es el cargo al que accede, pero no deja de producirse por escasa que sea su importancia. En efecto, quienes conocían al político ascendido suelen decir que, en el ámbito puramente personal, se vuelve engreído, vanidoso y, en no pocas ocasiones, soberbio; que con sus antiguos amigos es cada vez más distante; y que, en las nuevas relaciones que le depara su flamante puesto, es lisonjero con los que tiene por encima y tirando a déspota con sus inferiores.

A poco que se reflexione sobre las razones de tan brusco cambio de conducta, se descubre que hay causas que son externas al propio sujeto y otras que son consecuencia de su propia forma de ser.

Entre las primeras, y debido a los perniciosos efectos que produce, hay que mencionar, por encima de todas, el clima de adulación creado por los que lo rodean. Como el político ascendido suele contar con numerosos colaboradores, cuyas posibilidades de promoción dependen en una buena medida de él, se comprende que muchos de estos se dediquen a decir o a hacer lo que le agrade, y cuanto más mejor. Hay aduladores de todo tipo: desde los completamente burdos hasta los más sutiles. Pero los efectos de la adulación en el político promocionado suelen ser en todos los casos los mismos: por la reiterada e incesante actuación de los aduladores, va adquiriendo tan elevado concepto de sí mismo, que acaba por considerar los elogios, cuanto menos, merecidos y, a veces, hasta escasos.

Otra causa exógena de su transformación suele ser la fascinación y el entusiasmo que provoca entre los simpatizantes del partido y, no pocas veces, en el público en general. Unos y otros le aplauden a su paso, no son pocos los que desean tocarle y, en los casos de puestos muy relevantes, hasta los hay que le ofrecen a sus niños para que los bese. A las dos causas anteriores cabría añadir, finalmente, la nueva vida que trae consigo el cargo: multitud de conocidos con sus propios intereses, que van tejiendo, imperceptible pero eficazmente, una invisible tela de araña que envuelve al político que va medrando.

Se produce así una especie de inmersión progresiva en una nueva existencia en la que apenas hay espacio para la amistad. Y va teniendo lugar una paulatina e imparable sustitución de los valores que poseía cuando tenía un status normal por unos nuevos «valores» a cuyo frente se sitúa el ansia de dominar. Es como si de pronto se encontrara cabalgando a galope en un brioso corcel por un nuevo campo, el del poder, en el que no crece la flor de la amistad, sino la del interés.

Pero, aunque sea muy importante el efecto que produzca el cambio de los demás hacia él, la metamorfosis del político en ascenso no obedece solamente al creciente servilismo de estos. También hay factores endógenos, atribuibles al contagio de espíritu por la enfermedad del ansia de poder. Si el nuevo cargo obtiene éxitos, lo lógico es que no los atribuya al equipo que trabaja con él, sino a su propia capacidad e inteligencia. «¡Es a mí a quien aplauden!» llegará a pensar. Y si las críticas constructivas de sus adversarios políticos no son todo lo fuertes y eficaces que debieran, acabará por creer firmemente que las únicas propuestas acertadas son las suyas. Una cosa y la otra, irán robusteciendo su grado de autoestima, lo que hará que se muestre cada vez más confiado y prepotente. Y lo que es peor, a medida que vaya creciendo la confianza en su capacidad, en la misma proporción irá disminuyendo su nivel de autocrítica. Si a esto se añade que como los que están a su lado no suelen decirle la verdad, el político inicia una levitación «místico-política», que lo aleja progresivamente de la realidad.

La conclusión que se saca de todo lo anterior es que si se midiera en el momento de acceder al cargo la talla del político que he venido describiendo, y nuevamente cuando ya ha experimentado el cambio, se obtendrían dos estaturas diferentes. La primera, nos daría su altura desde la cabeza a los pies; y la segunda, la distancia desde el suelo en el que está el pedestal en el que ha acabado por subirse hasta su cabeza. En el primer caso, su talla era menor físicamente hablando, pero, con toda probabilidad, mucho mayor desde el punto de vista personal e intelectual. En el segundo caso, la distancia entre la cabeza y el suelo, pedestal en medio, será más amplia, pero mucho más reducida su dimensión humana y, desde luego, su sabiduría. Porque el ensoberbecimiento y la vanidad de muchos de los que se dedican a amasar el poder apenas dejan espacio para la humildad y la modestia propia de los que cultivan el espíritu.

Comprendo que debe ser muy difícil estar permanentemente en una posición de autocrítica. Y entiendo también que es muy fácil que lleguen a flaquear las fuerzas cuando los constantes halagos de los demás hacen sentir por las venas el magnetismo del poder. Pero justamente por ello, el político –todo político– debe tener alguien a su lado que tenga la lealtad de recordarle, todas las veces que haga falta, que es mortal (el «mementomori» de Julio César) y que la gloria solo se alcanza de verdad cuando se asientan los pies en el suelo de la realidad y no en la «espuma» escurridiza de la adulación, ni en el falso pedestal que se va construyendo con los halagos engañosos de los merodean en torno al poder.

José Manuel Otero Lastres, catedrático y escritor.

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